Fotografía: Atardecer en Serengeti

Fotografía: Atardecer en el Parque Nacional del Serengeti, Tanzania; © Fco. Javier Oliva, 2014



ESPACIO

UN ESPACIO PARA CONTAR LO QUE ME DA LA GANA


miércoles, 16 de diciembre de 2020

Predicciones contrastadas para 2021

Todos los años por estas fechas hago algo poco original y me dedico a repasar los últimos 365 días, incluso a vaticinar algo de los siguientes. Esto es algo manido que, lo admito, muchas veces hago para rellenar el blog con un artículo el mes de diciembre.

Este año no merece la pena hacerlo porque todo se circunscribe a ese virus que nos está cambiando la vida. Así que me dispongo a tener una diarrea mental que, como reza esta página, tratará de lo que se me pinta. Porque si algo bueno tiene eso de escribir, es que cuentas lo que te da la gana sin que nadie te interrumpa y sin importarte si alguien te lee.

Así que no voy a hablar de hechos ni de Historia, sino de sensaciones, impresiones y opiniones. Y me centraré en dar caña al Ser Humano, ese ser ruin y egoísta al que únicamente le importa él mismo y lo que le rodea a menos de dos metros de distancia.

2020 ha sido un año de mierda, pero no por culpa del virus.

Este año me ratifico en mi convencimiento de que a los políticos únicamente les preocupa su silla. La gestión de la pandemia lo deja bien claro. Solo ha habido negociaciones que concernían a la salud pública cuando entraban en juego prebendas políticas. La población y la economía les importaban a todos un carajo. Si no me creen tiren de hemeroteca. Yo no voy a extenderme.

También me ratifico en la irresponsabilidad general y esa manía de que la libertad individual está por encima de todo, incluida la Ley.

Y también me concentro en denunciar lo absurdo que es poner en cuestión absolutamente todo, en discutirlo todo, en otorgarle a todo el beneficio de la duda. Llevamos un siglo sobreviviendo gracias a las vacunas pero ahora igual no sirven ni han servido nunca. Claro, por eso la viruela ha dejado de existir, porque se aburría… O porque las farmacéuticas lo querían así. ¡Esa es otra…!, la manía de ver conspiraciones hasta debajo de la tapa del cubo de la basura.

Parecía que tenía que caerle encima al planeta la octava plaga para que reaccionara sobre un montón de cosas que desde el final de la Guerra Fría se han ido acumulando en nuestro “debe”, pero parece ser que no solo no hacemos los deberes sino que, además, salimos al recreo con ganas de montar bronca.

El Ser Humano se ha convertido en un macarra con ínfulas de superficialidad supina, y los que no cuadran con este concepto se han ido al extremo contrario, individuos pánfilos, pusilánimes y acobardados. Los unos campan a sus anchas sin criterio y nadie les rebate sus gilipolleces; los otros meten la cabeza debajo del ala y se callan como putas. Y así se divide el mundo conocido, casi al 50%. Digamos que hay un 1% (o menos) que no son ni chicha ni limoná, que piensan por ellos mismos, que tiene opiniones propias, que leen, escuchan, ven y sacan sus propias conclusiones con raciocinio, lo que siempre les otorga cierta mesura en sus pareceres y acciones. Este ínfimo grupo son lo que ambos bandos llaman raros, locos, peculiares…

Si no me he explicado, en el primer bloque yo situaría a Trump, Putin, Maduro, Johnson, Bolsonaro y todos esos que son capaces de distorsionar la realidad a base de darle vueltas y vueltas (y más vueltas) hasta hacer perder las referencias a todo bicho viviente (como esos políticos de cualquier color que tenemos bien cerca). En el segundo apartado certificaría a esa parte de la sociedad que no hace ni el webo, no opina, no sabe y no quiere saber, que vota pero no le importa absolutamente nada lo que hagan aquellos a los que han votado. Se quejan de todo en su sala de estar y con sus amigos pero jamás dan la cara. Y en el tercer corral, ese pequeñito, estarían los científicos, los filósofos, los sociólogos, seguramente algún vagabundo anónimo (porque para pensar por uno mismo no hay que tener estudios sino ganas de saber), la gente que piensa más en los demás que en uno mismo (pero así, sinceramente, no de boquilla)…

En fin, no les aburro más. 2020 ha sido un año de mierda, pero no por culpa del virus, que a ese nos lo cargamos y aquí paz y después gloria; sino porque ha sacado nuestras vergüenzas al aire, porque ha demostrado y consolidado la mediocridad, el egoísmo y la rapiñería en el mundo. Y así seguiremos en 2021, con o sin vacuna, con o sin virus, es decir, con dos cojones y sin conciencia.

        Por cierto, si la vacuna está ahí ha sido gracias al tercer grupo. Nadie se lo va a reconocer ni se lo va a agradecer nunca. 



viernes, 20 de noviembre de 2020

La cara B de los sueños

 

Persigue tu sueño… Consigue que tus sueños se cumplan… Claves para hacer tus sueños realidad… No dejes que nadie te impida alcanzar tu sueño…

Harto de ver frases como estas (o peores) en redes sociales, de escucharlas a charlatanes de feria, a “vende crecepelos”, a oportunistas e imbéciles, hoy quiero explicaros la cara B de este objetivo que muchos, casi todos, tenemos dándonos vueltas por la cabeza.

Tener un sueño no es que te toque la lotería, encontrarte un cofre del tesoro o al príncipe (princesa) azul. Para mí, un sueño es tener una meta, un objetivo a conseguir, algo casi imposible, que casi no puedes ni imaginar que un día, generalmente lejano, quieres lograr.

Un sueño, además, tiene que tener la condición de hacerte feliz, de hacerte sentir pleno, un reto con, contra y para uno mismo. Algo así como el célebre “no hay güevos” pero dicho para nosotros mismos.

Esos charlatanes que nos impulsan generalmente desde redes sociales, se dedican a animar, alentar, a dar las claves irrefutables de cómo conseguirlo. Sí, a primera vista, tiene toda su lógica; parecen asumibles, abordables por cualquiera, sea cual sea su sueño. El otro día escuché en la radio que el sueño de El Langui era ser jugador de fútbol, no sólo jugar, sino ponerse la camiseta de un equipo de esos míticos. Por mucho que se esforzara jamás lo habría conseguido. Él mismo lo decía. No era un sueño. Solo una quimera, un imposible. Hay que ser realistas.

Los sueños tienen que ser alcanzables, saber que tenemos posibilidades de conseguirlos. Y como tales sueños, suelen estar bastante alejados de nosotros. En mi caso, desde que empecé este camino, mi sueño me ha obligado a perder horas en la cama, a aguantar las derrotas, a ser perseverante, tenaz, a trabajar, a trabajar mucho, a trabajar un güevo, a investigar, leer, estudiar, corregir, superar malos ratos, a lidiar con decepciones, a pasar vergüenza, a creer que los pequeños pasos que voy dando no son éxitos sino escalones, a no creerme nada ni nadie, a escuchar solo críticas y recordarlas para siempre, a olvidarme de los halagos a los tres segundos de recibirlos, a ser muy muy crítico conmigo mismo, a saber que voy a perder cosas por el camino. En definitiva: a luchar contra todo, contra todos y contra mí mismo.

Porque conseguir un sueño no es un camino de rosas, porque la mayoría de la gente no suele ni siquiera imaginarse el diez por ciento de lo que les costó alcanzar su sueño a esos que los han conseguido, a Pau Gasol, Rafa Nadal, Alejandro Sanz, David Bisbal, Carlos Ruiz Zafón, Arturo Pérez Reverte, Juan Roig, Amancio Ortega, Bill Gates, ¡bufff…!, y tanto otros. Todos estos se han partido el espinazo dale que te pego. Pero partido en dos.

Los sueños se pueden conseguir... o no. Quizá tengas que prepararte a luchar contra ti mismo.

Así que, cuando te digan que todos podemos alcanzar nuestros sueños, tienes que saber que vas a sudar (como decían en la serie “Fama”), que vas a llorar de rabia, de impotencia, de desesperación cuando compruebes que el camino es largo, lleno de dificultades y que hay gente mejor y con más “suerte” que tú. Reitero: paciencia, constancia, perseverancia, tenacidad y, sobre todo, trabajo, trabajo y trabajo, pero trabajo serio, concienzudo, sin paños calientes, que cueste, que duela, que imponga respeto, como uno de esos ciclistas que suben el puerto más empinado y luego caen derrengados en la meta cuando llegan los primeros. Sí, esos que lo habrán intentado antes hasta mil veces sin conseguirlo, que han sufrido, que se han desanimado alguna vez, pero que al final lo han conseguido. Y, ¿por qué lloran en la meta, o al recibir un premio, o al subirse a un podio? Porque echan la vista atrás y dicen, ¡joder, todo lo empleado durante tanto tiempo ha servido para algo! Y recuerdan todo su esfuerzo, penas, alegrías, dificultades y retos.

Esta es la cara B de los sueños, dura, desagradable, difícil, larga (siempre, siempre, siempre es larga), tortuosa y desalentadora en la mayoría de los momentos que atraviesas. Si lo quieres intentar, porque no siempre se consigue, convéncete de que lo vas a pasar mal. Y si al final lo logras, prepárate a llorar un rato, esta vez de satisfacción.

Esta es mi experiencia en el camino hacia mi sueño. Porque yo (que conste en acta) todavía no lo he conseguido. Pero no me rindo.



sábado, 7 de noviembre de 2020

Muy agradecido, Javier Reverte.

He escrito en este blog alguna que otra necrológica. Me vienen a la cabeza la de Carrillo y la de Fraga, y hace poco la de Pau Donés. Ninguna de ellas me ha costado redactar tanto como esta, quizá porque conocía a Javier Reverte y me unían a él muchas cosas. Le respetaba y admiraba tanto que he preferido esperar a recuperarme por su pérdida para enfrentarme a la tarea pues lo único que me salía de dentro al principio era una tremenda tristeza. Y creo que él merece un artículo más sosegado.

Javier Reverte era, para mí y ante todo, un buen tipo. He coincidido con algún que otro escritor, de nombre bien consolidado en el mundillo literario (por cierto, un mundillo en el que el maestro no creía). Y la verdad es que Javier se parecía en poco al resto de colegas. Ya de por sí, un escritor suele ser una persona con alta autoestima que, a menudo, resulta engreído, soberbio y petulante por mucho que trate de tamizarlo o enmascararlo con una humildad a la que se le ven las costuras. Nunca jamás he pedido nada a ningún escritor “famoso” de esos que las ventas de sus libros se cuentan por miles. Alguno me ha dicho que podía echarme una mano y, cuando me he decidido a pedirles, no la mano, ni un dedo, solo una uña, no ha hecho siquiera el ademán de hacerlo. Solo buenas palabras, sonrisas, amabilidad y educación. Pero hasta ahí.

Javier no era así. Era una persona normal, sincero, humilde, de esos que si se ofrecen a ayudar es porque cumplen, y si no están dispuestos cierran la boca. Su carácter y su integridad como persona se entenderán muy bien en las siguientes líneas.

Le conocí en la presentación para la prensa de un libro de otro autor. Conectamos porque me acerqué a él y me identifiqué como aprendiz de escritor y tan enamorado de África como lo era él. Un año más tarde, allá por el mes de marzo, le escribí para pedirle que acudiera a unas jornadas literarias en Madrid que se desarrollarían en septiembre para hablar de libros de viajes. Se excusó diciendo que en esa época iba a estar en Nueva York pero que, si había cualquier contratiempo en sus planes, contactaría conmigo. Temí que era uno de esos que solo tiene buenas palabras. Pasaron los meses sin recibir noticias suyas, ni él mías porque no me gusta ser pesado. Vamos, que fueron seis meses de silencio absoluto hasta que, a dos semanas de la celebración de las jornadas, recibí un correo en el que me decía que, si la invitación seguía en pie, su viaje se había retrasado y podría acudir. ¡Por Dios! Le había conocido hacía un año. Habíamos hablado solo una vez. Nos habíamos cruzado dos correos y, seis meses más tarde, se acordaba de que le había ofrecido algo que no era más que un compromiso porque las jornadas no siquiera remuneradas. Javier acudió y, cómo Julio César, llegó, vio, habló y venció.

A partir de entonces le escribí con algo más de frecuencia, vaya, cada cuatro o cinco meses. Me daba tremenda vergüenza que empleara su escaso tiempo conmigo, pero él siempre se ofreció a echarme una mano. Así que, con el transcurrir de los meses y ya algo más de confianza, se leyó un par de mis manuscritos y me ayudó a mejorar. Le preguntaba dudas y las respondía casi al segundo. Una tarde, al término de una charla con otro escritor y periodista sobre el atractivo de las grandes ciudades europeas, estuve charlando con él una hora de lo humano y lo divino, de libros, experiencias, expectativas, viajes… Fue la tarde que le llevé un ejemplar de la novela con la que había quedado finalista del Premio Fernando Lara, certamen que él había ganado años antes. Me pidió que se lo dedicara. Aparte de la voz, me temblaba la mano cuando lo hice.

A lo largo de muchas ediciones de la Feria del Libro fui a su caseta para adquirir sus libros y que me los firmara. En más de una ocasión me dijo que no le comprara uno más, que él me los enviaba a casa. Nunca se lo pedí pero él me hizo llegar varios. Siempre en sus dedicatorias fue cariñoso. A mi tocayo… A mi colega… A mi compañero de letras… Y allí, en la feria, le robaba solo unos segundos porque detrás de mí siempre tenía una larga cola de sus lectores. Pero, aun así, casi sin tiempo, siempre me preguntaba qué tal me iba. Y fue allí, hace dos años, cuando le conté aquello en lo que estaba trabajando. Cuando me escuchó se ofreció al instante a facilitarme documentación y contactos si los necesitaba. Un año más tarde, en junio de 2019, me volvió a preguntar sobre mi proyecto. Le dije que estaba manos a la obra.

―No lo dejes, tocayo. Es muy buena idea.

Podría seguir hablando de Javier durante mil palabras más sobre él aunque, en realidad, aparte de las visitas a la Feria del Libro, nos vimos en tres ó cuatro ocasiones más. Pero nos escribimos algunos correos con mucha información y pocos (o ningún) formalismo. Él tenía poco tiempo y no iba a ser yo quien se lo robara.

Miento. Lo hice una vez. Y le avisé. Y no me arrepiento.

En una ocasión le escribí avisándole de que el correo era un poquito más extenso pero necesitaba decirle quién era él para mí, un maestro, un referente como escritor pero también como persona. Le expresé la vergüenza que sentía al enviarle un correo o acudir para que me firmara libros, el respeto que tenía a su trabajo y a su persona, que siempre me lo pensaba cien veces antes de pulsar la primera tecla, y que le agradecía lo que me había enseñado y el tiempo que me había dedicado. Javier me respondió de inmediato, agradeció mis palabras y me dijo que no era para tanto, que se sentía abrumado.

Sobra decir algo más sobre él.

La noticia de su muerte fue una puñalada trapera con mala baba. Hacía varias semanas que le había escrito para saber cómo andaba (nuestros últimos correos eran de marzo/abril). Sí, había veces que se retrasaba en responder, incluso hubo algún correo que se quedó sin respuesta aunque luego se excusaba cuando nos veíamos. Pero en agosto no sospeché nada. Y viví con un ojo en mi novela y otro puesto en él hasta que mi amiga Azucena, ese sábado 31 de octubre, las 9 de la mañana, me escribió para terminar de despertarme. Y bien que lo hizo, aunque también me mató.

Javier Reverte posando para mí en mayo de 2018, en la Feria del libro de Madrid.
 

De Javier me quedo con todo, con todo aquello que me gustaba de él y con lo que me agradaba menos, que también lo había. Pero sobre todo me quedo con sus maneras, su gesto socarrón, su ironía, su sentido del humor, su amabilidad, su interés su humildad, su trabajo y su voz. Porque tengo la inmensa suerte de que, cuando leo uno de sus libros, su voz suena en mis oídos y es él personalmente quien me cuenta su viaje, su novela, su poema.

Voy a echarle de menos, mucho, porque me he quedado huérfano de maestro. Siempre retumbará en mi cabeza aquel último consejo en el que se mostraba especialmente interesado y comprometido sobre el trabajo que, a día de hoy, sigue entre mis manos:

―No lo dejes. Es muy buena idea.

Esa novela irá dedicada a él.

Gracias, Javier. Gracias, maestro. Me despido con las mismas letras con las que siempre terminabas los correos que recibía de ti:

"Abrz, JavierR"


 

 

lunes, 26 de octubre de 2020

Ya no hay más que hacer

 

El otro día, el presidente Sánchez vaticinó que vienen tiempos duros. Y eso, en boca de alguien que, se presupone, maneja más información que usted (querido lector) y que yo, tiende a acojonarme. Claro, que también habría que matizar qué se entiende por tiempos duros: si los contagios se van a disparar; si se va a volver a producir un colapso de la red sanitaria; si los fallecimientos se van a contar diariamente por miles; si son todas las anteriores..., o si tan solo es que no vamos a poder salir de la Comunidad Autónoma, la ciudad, el barrio o de casa. Igual es que desde ahora las noches están hechas solo para dormir.

El otro día vi al presidente por la televisión muchísimo menos chulo de lo que suele ser. Más bien, lo noté desbordado, acojonado, suplicante. Y eso me lleva a pensar que, como asegura, vienen tiempos duros, pero duros de verdad. Nada de buenas noticias en varios meses. Pintan bastos.

Siempre me he liado a pedradas contra este país porque, dado como nos va, creo que el número de mediocres y tuercebotas iguala prácticamente al de la población. Para un porcentaje mínimo de gente con conocimientos y sentido común que hay, no ya en el ámbito de la pandemia, sino en cualquier otro, educación, ciencia, investigación y desarrollo, la propia sanidad…, a esos profesionales se los aparta porque sus consejos bien fundamentados son casi siempre antipopulares y nada electorales. ¡Claro! Estas personas gracias a Dios son profesionales y no buscan criterios políticos. Ellos no pierden el suelo porque a ellos no les importa sentarse en un escaño o en un ministerio. pero para los políticos los sabios no cuentan para ese juego. Incluso para esos políticos que los han reunido en un comité. A esos sabios, además, se les ningunea sin pudor.

Un padre o una madre toman con frecuencia medidas impopulares con sus hijos, pero no por eso se les quiere menos. Al contrario. Con el paso de los años se les agradece. Sin embargo, eso nunca nos ha enseñado a dejarnos aconsejar por expertos. Las autoridades quieren seguir siéndolo y aplicar lo que ellos dicen significaría que no gusta a nadie. No es de extrañar. Incluso el ejemplo que ponía de los padres ya es poco válido. Cada vez son menos los que toman ese tipo de decisiones, de ahí que los hijos crezcan descarriados, poco concienciados e irresponsables.

Un pobre consuelo me queda cuando veo que, en el resto de Europa, también cuecen los pucheros llenos de infectados y con las autoridades dando palos de ciego. Sí, lo sé, mal de muchos consuelo de tontos, pero es que empiezo a pensar que, efectivamente, estoy también en el grupo de los tontos.

Ahora ya tenemos un nuevo estado de Alarma, pero uno peculiar que van a manejar a su antojo 17 personas. ¡Qué bien! ¡Vaya idea! Yo creía que los rebaños los manejaba siempre un solo pastor, no una caterva de ellos. A ver... No quiero decir que me guste Sánchez. Además, lo que ha hecho ahora es tirar el balón fuera. Si las decisiones se dividen de esa manera pierden eficacia y es como tener una tía en Alcalá. Para ese viaje no hacían falta esas alforjas ni la grandilocuencia del discurso. Él quiere poner las reglas que cree oportunas para beneficio común y propio, y que la administren otros. Es una cobardía. Pero no la tomemos con él. Otro habría hecho lo mismo. Y lo mejor es que, en época de una crisis tan grave como esta, lo mejor es que el mando lo lleve solo uno.

Pero da lo mimso. Me he convencido de que esto no tiene visos de acabar hasta 2025. Hagan cuentas de cuándo va a salir una vacuna eficaz, cuánto tiempo se va a tardar en producir los miles de millones de dosis que hacen falta, cuánto tiempo van a tardar en ponerse de acuerdo quienes tengan que hacerlo para ver quién las paga, el orden en que serán administradas (por países, por profesiones, por edades, ¡inlcuso por renta!), cuánto tiempo tiene que pasar para que se compruebe que son efectivas, que desaparezca el miedo… En fin, 2025 como pronto.

Si no sabías cómo se sentía tu mascota en su jaula, ahora te vas a enterar.

Así que ya no hago planes más allá de 24 horas o cinco años. El tiempo lo emplearé en ir de casa al trabajo y vuelta a casa; en teletrabajar cuando me toque; en sacar a pasear a mis perros, en ir al supermercado. Y poco más. Y el tiempo que resta, que es mucho, lo dividiré en hacer algo de ejercicio, leer, ver la televisión, dormir y escribir.

De momento no puedo hacer mucho más.


martes, 29 de septiembre de 2020

Por las patas abajo

Ni las prisas ni la rabia son buenas consejeras. Por eso, en los momentos que, por gracia o desgracia, me ha tocado vivir, hay temporadas que me contengo. Prefiero tener la boca cerrada en esos días (meses) que asaltaría las páginas de este blog con una antorcha en una mano y un machete en la otra.

Quizá sea cansancio, pero esa sensación iracunda de poner patas arriba todo lo que se me cruza por la cabeza, va desapareciendo con el paso de los días. Cada vez estoy más atemorizado. Y la culpa no la tiene el virus. Si el bicho tuviera una mínima gota de inteligencia nos habría aniquilado en apenas unas semanas. Parece mentira que, siendo un virus, se sepa de memoria el aforismo “divide y vencerás”. Y no solo en España, en concreto en Madrid (que me pilla más de cerca), sino a nivel planetario (como diría la Pajín).

Y es que no hay que reflexionar excesivamente acerca de lo que está ocurriendo en el mundo para darnos cuenta de que este periodo en concreto, por muy corto (ojalá) que sea, tendrá que pasar a los libros de Historia como prueba de la madurez en la política global y la conciencia social del ser humano. En verdad estamos haciendo acopio de actitudes reprobables. Los gobernantes se pelean entre ellos para ver quién la tiene más larga (la influencia), y el virus se despendola. La solidaridad ya brilla por su ausencia y, ante dicha ausencia y la omisión de medidas de control, el virus se despendola. Nuestra ansiedad se circunscribe a no poder vaciar tercios de cerveza en una terraza. Cuando vemos una mesa vacía en la calle, la asaltamos como bárbaros, y el virus campa a sus anchas.

Tampoco nos rasguemos las vestiduras pensando en nuestro país. En Europa pasa lo mismo. Los guiris que han podido venir a España a ponerse como cangrejos, se lo han bebido todo allá en sus países de origen.

En breve el despropósito continuará. Cuando se encuentre una vacuna relativamente fiable, habrá países que acaparen el mercado, otros que no sabrán por dónde les da el aire y muchos a los que, directamente, no le llegarán ni los envases vacíos. Esta es la evolución (o involución) del ser humano en el último siglo: dos guerras mundiales que dieron como resultado una conciencia colectiva para salvaguardar el orden y la salud mundial, y tan solo ha cuajado en dos generaciones y media.

A ver, que es verdad, que a los españoles nos la pela todo, y al resto del planeta también, aunque cada uno con un estilo diferente. Los chinos exportan y hacen caja. Estados Unidos acapara. Rusia mete cizaña. Brasil sigue de fiesta. Reino Unido empeñado en separarse de Europa de malas maneras. Y el resto hace quinielas para vislumbrar a que ascua deben acercarse llegado el momento.

Por eso estoy atemorizado, porque, además, en España nos gusta la cocina bien condimentada, con estilo. Con los problemas que tenemos y los que nos vienen de manera microscópica, nos dedicamos a seguir echándole pellizcos de Guerra Civil, nacionalismo, corrupción y lucha de clases con tufo demagógico-decimonónico. No son cortinas de humo. Yo cada vez estoy más convencido de que la gente todavía se divide al resto en rojos y fachas, vencedores y perdedores, españoles y catalanes (y vascos), monárquicos y republicanos, ricos y proletarios. Para ellos, bueno, para casi todos, estas cuestiones son muy importante ahora, cruciales, tanto o más que el virus, porque el bichito nos hace recordar heridas que deberían haber cicatrizado hace décadas. Pero siempre hay un hijoputa de cualquier color, condición, sexo, religión o nacionalidad (real o inventada) dispuesto a resucitarlas. Lo que me extraña es que nadie, pero nadie, se meta con Fernando VII. Sin tan listos, cultos e inteligentes son, se están olvidando de las verdaderas miserias de este país.



En fin, la verdad, echo de menos a Fernando Fernán Gómez y sus jaculatorias, sobre todo aquella famosa que nos enviaba a…



jueves, 20 de agosto de 2020

Buenas noticias para las cucarachas

¿Por qué no pasar del pesimismo al catastrofismo? Vivimos en un país libre donde cada uno piensa y dice lo que le da la gana, ¿no? La diferencia entre la verdadera libertad de expresión y la corrompida es que hay mucho hijo de puta que se ampara en ella únicamente para insultar, menospreciar, provocar o humillar al prójimo, y otros lo hacemos simplemente para formular una opinión sin esconder nada detrás, de manera transparente.

Desde que se declaró la pandemia tan solo he escrito tres entradas en este blog. La primera era para envainarme mi opinión sobre el virus. Metí la pata en febrero y, en lugar de borrar el artículo y donde dije “digo”…, lo que hice fue entonar el ¡qué burro he sido”. El segundo fue para reflexionar acerca de cómo nos estaba cambiando el punto de vista el maldito bicho. Y el tercero para dejar constancia de que Pau Donés era un buen tipo que siempre mereció mi admiración. Tres rajadas en seis meses son muy pocas rajadas. Y en mi caso, además, muy suavecitas. De hecho, en mayo y julio ni siquiera hice el intento. No me veía con fuerzas.

Con esto del bicho la polémica estaba servida desde el primer momento. Las teorías, ya sean estas personales, científicas, conspirativas, conspiranoicas o, simplemente, descabelladas, son todas respetables y lícitas mientras no obliguen al resto a pasar por el aro de su credo. Quiero decir que tú puedes creer la que te dé la gana pero no obligues al resto a que se lo trague. Únicamente podrías hacerlo si hay una demostración objetiva e irrefutable de hechos comprobados, y la única que puede hacerlo hoy es la ciencia. Y a día de hoy, únicamente ha demostrado que existe un bicho que nos está infectando. Y poco más puede afirmar.

Yo entré en esta pandemia con gesto curioso. Luego, cuando se despendoló en este país de mierda, me acojoné. Y a medida que pasaba el tiempo, tuve una pizca de esperanza para después ir cayendo en el pesimismo más absoluto hasta rozar ya una visión catastrófica. Y voy a hechos objetivos, sin conspiraciones ocultas.

El bicho está haciendo estragos, no solo en la salud y en la economía. Creo que va mucho más allá cuando afecta de manera muy seria a la propia condición humana. Está sacando lo peor que llevamos dentro, esos rastros de ADN de hombre de las cavernas que entonces predominaba para su propia supervivencia, ese aspecto que permitía actuar por instinto sin reflexionar. Las condiciones hoy no son las mismas que durante la peste medieval o la gripe española. Ahora todos vamos armados con nuestras redes sociales al hombro y cada boca tiene un altavoz. Y, lo peor, es que hay muchísimo gilipollas descerebrado que sabe usarlo.

El bicho está dando al traste con las relaciones personales, con las relaciones sociales, con la cultura, el arte, la economía, con la educación (la que se imparte en las aulas y la que algunos pocos reciben en casa), con el estilo de vida, con la propia ciencia, la política, en definitiva, con la civilización. Arturo Pérez-Reverte hace años dijo que esos canallas de Isis se habían cepillado nuestra civilización, que ya nada sería como antes, que el cambio era radical. Estoy seguro de que no podía ni imaginarse que había algo mucho peor que Isis que haría el trabajo silenciosa y limpiamente.

El tiempo pasa, pero vamos hacia atrás

Soy pesimista con el futuro. Muy pesimista. ¿Qué importa que salga una vacuna? Algún hijo de puta la hará suya, un americano, un ruso, un chino, incluso un pánfilo europeo, y tendrá la sartén por el mango. En las películas de ciencia ficción, cuando nos visitan los alienígenas (los buenos, quiero decir), siempre los han presentado como sistemas armónicos que ya tienen resueltos todos esos problemas que marcan las diferencias internas. Tipos íntegros y éticos que han evolucionado. Aquí está pasando lo contrario. Creo que, dadas las circunstancias, en este caso estamos presenciando una verdadera y palpable involución del ser humano, varios pasos hacia atrás, y a grandes zancadas, con España en el top-10. Ojalá me equivoque, pero esta época se estudiará en los libros de Historia dentro de capítulos pertenecientes a la sociología, psicología y psiquiatría. Vamos en dirección contraria y la hostia a corto plazo va a ser fina. Como en los juegos de mesa, o mucho cambia la cosa o vamos directos a la casilla de salida. Buenas noticias para las cucarachas.

miércoles, 10 de junio de 2020

Requiem por Pau


50 palos es el libro que hace un par de años publicó Planeta con la “no biografía” de Pau Donés, término que el mismo declinó utilizar porque decía que olía a muerto. Así que lo llenó de vivencias, ocurrencias, reflexiones, experiencias y, de esa manera muy suya de mandar indirectas de manera directa, también de enseñanzas.
Tuve la inmensa fortuna de verle en tres ocasiones. La primera y la tercera fueron sobre un escenario. Corría algún año de la primera década del 2000 cuando Jarabe de Palo visitó las fiestas de Algete ofreciendo un concierto de esos que paga el Ayuntamiento. Visto en su salsa, el chaval me pareció un tipo sencillo y cercano que, sobre todo, disfrutaba de su música con el público. Recuerdo nítidamente cuando comenzó a rasgar la guitarra con los primeros acordes de La flaca y la gente comenzó a corearla. Entonces se detuvo, meneó la cabeza como signo de negación, de frustración guasona, como diciendo… “no sigáis por ahí… Podéis hacerlo mejor”. Y el público se volcó con afinación y entusiasmo, ahora sí: “En mi vida conocí, mujer igual a la flaca…”. Sin duda, la coña estaba preparada, pero me emocionó.
La tercera vez que disfruté de su arte y de su talento fue en la Riviera, hace menos de dos años, con una de mis hijas. Antes ya había anunciado que dejaba la música, que se iba, pero que volvería. El concierto, acústico y con sabor cubano, fue espectacular. Pau estaba delgado y con el pelo rapado pero, aun entonces, lleno de vida y de ilusión. Afirmaría sin temor a equivocarme que disfrutó mucho más que todos los que fuimos a verle. Quizá a todos nos pareció que aquella noche sonaba a despedida, menos para él, que seguramente todavía albergaba un pellizco de esperanza.
Y la segunda vez que lo vi… ¡Vaya, nunca he dejado de arrepentirme! Fue antes de 2006, no sabría precisar la fecha. Ese día yo tenía una comida de negocios. Acudí con mi jefe al restaurante “La vaca argentina” que hay en López de Hoyos. Un tercer comensal, alto cargo de un banco, nos acompañaba en la mesa. Íbamos a tratar un acuerdo muy serio y estábamos concentrados en tener una comida agradable mientras perfilábamos los puntos a tratar. Y entonces apareció él, ahí, Pau Donés, con toda su banda de músicos, y se sentó en la mesa de al lado. Yo me volvía de revés. No podía levantarme y saludarle, decirle que era un profundo admirador de su música, que en aquella época de pirateo incontrolado y masivo, yo compraba sus discos en las tiendas porque merecía la pena apoyar su talento. Quería mostrarle mi admiración, arrodillarme ante él y proclamar: ¡qué grande eres, cabrón! Y no pude hacerlo por decoro, por profesionalidad, por imbécil. Me tiré toda aquella aburrida comida mirándole de reojo, disfrutando con la manera exquisita de congeniar con su equipo, con ese cariño que mostraba sobre el escenario pero que era puro porque, sí, yo lo vi, lo sentí, también repartía cuando estaba fuera de él.
Abandoné “La vaca argentina” presa del infortunio. “Ya habrá más ocasiones”, me dije, pero no las hubo. Y ese remordimiento me ha perseguido cada vez que he escuchado sus discos, que son unas cuantas veces (cientos).

¡Grande Pau, siempre Pau!
Ayer, esa hija con la que acudí a su último concierto en la Riviera, fan incondicional de Jarabe de Palo, entusiasta cuasi fanática de su canción “Realidad o sueño”, me daba la noticia de su huida. La sentí como una puñalada trapera, a traición, sin preaviso ni anestesia. Eso sí que fueron 50 palos, pero en mi lomo. Por mucho que la amenaza fuera esperada, no por ello dejaba de ser temida. Pero llegó. Y me dejó tocado, hundido.
El único consuelo que me queda son sus discos, su gesto sencillo en el escenario, su humildad, su talento. Y alguien que lo regala así, merece la pena tenerle para siempre en el recuerdo. Gracias, chaval. Si hay otro lugar donde volvamos a coincidir, enviaré mis obligaciones al infierno y me levantaré a saludarte. No más remordimientos.



viernes, 24 de abril de 2020

El calendario no sirve


Miro el calendario que tengo sobre la mesa. Cada día que pasa desde el 12 de marzo lo cubro con un marcador rosa. Y ya van casi seis semanas. ¿Es mucho o es poco? ¿Comparado con qué?
Comenzó el confinamiento emocionante para mí porque el Gobierno aún no había decretado el estado de alarma. Por circunstancias que no vienen al caso tuve que salir pitando de la oficina hacia casa. Sabía que ya no iba a salir en mucho tiempo. Me sentía un pionero. Esa jornada visité a todo correr el estanco, la gasolinera y el supermercado. La cabeza me iba a cien por hora, tanto, que al meterme en el súper dejé el coche en marcha sin darme cuenta. Ahí estuvo el valiente, media hora con el motor encendido y las llaves puestas esperándome en el aparcamiento como si fuera a cometer un atraco. Cuando regresé para cargar la compra en el maletero me di cuenta de que me lo podían haber robado con toda tranquilidad. Pensé que los ladrones no debían de acercarse con frecuencia a ese Mercadona. O quizá, que tenían la atención puesta en otras cosas, como me pasaba a mí. Así que ese 12 de marzo, sobre las 12 de la mañana, después de haber ido como pollo sin cabeza durante dos horas, me enclaustré en casita bajo siete cerrojos.

Cuando todo el mundo evangelizaba lo importante que era el “aquí” y el “ahora”, nos hemos dado cuenta de que hay un mañana imprevisible que siempre está a la vuelta de la esquina.
El párrafo anterior, si usted lo ha advertido, está llenito de números. El tema no es casual ni es baladí. Últimamente vivimos pegados a ellos a cualquier hora del día. Cifras de contagios, de fallecidos, plazos para la vacuna, para conseguir medicación eficaz, pérdidas en la economía, otra vez plazos pero ahora para la recuperación, millones de euros perdidos en material sanitario inútil, salario que nos va a quedar si estamos en el paro, o en un ERTE, y otra vez incremento de contagios, y de recuperados, y más días de confinamiento… Cifras, números, guarismos que nos marean, nos condicionan la salud mental, el ánimo, la esperanza. El calendario no sirve.
De nada nos sirve marcar ahora fechas en el calendario. ¿O sí?
Esperanza… Me hace gracia, porque una de las corrientes que más pegan ahora entre la población y en las Redes Sociales es esa de que hay que vivir el presente. Todo el mundo se arrimaba ahí porque te desconecta de la conciencia, esa parte de nosotros que nos va tocando las narices pero que, a mi entender, es fundamental para seguir caminando recto allá donde queramos llegar pero, sobre todo, a lo que queramos ser como personas. Los hay que antes de toda esta línea cuasi filosófica no utilizaba la conciencia o, directamente, no la tenían: delincuentes, criminales, ciertos políticos… Pero resulta que ahora, cuando todo el mundo evangelizaba lo importante que era el “aquí” y el “ahora”, de repente, nos hemos dado cuenta de que, pensemos lo que pensemos y creamos lo que creamos, hay un mañana, y ese mañana es imprevisible y está siempre a la vuelta de la esquina. Y el mañana que pintan algunos entendidos (o algunos tremendistas) es distinto, incómodo y, a veces, negro tirando a muy negro, casi como el reverso tenebroso de la Fuerza.

Si hoy no piensas un poquito en el mañana, habrá un momento en que el mañana dejará de ser hoy
Estaba muy bien eso que se difundía hasta hace dos meses, eso de “no te amargues la vida hoy pensando en el mañana”, eso de “todo está bien”. No fuimos cautos, previsores, no nos sentamos a pensar nunca porque pensar es malo, prevenir es malo, preocuparte por lo que importa es malo. Y lo es porque no te deja disfrutar el “ahora”, el “hoy”. Y entonces nadie hizo acopio de granos de trigo para cuando viniera el invierno. Y el invierno llegó. Y más crudo que nunca. Y lo hizo para quedarse una temporada. Ya lo dijo Esopo seis siglos antes de nuestra era, pero como esas enseñanzas requerían de esfuerzo, no te hacían tan feliz como practicar el onanismo a diario sin pensar que mañana te puedes quedar sin manos. Ahí nos detuvimos, sin ver más allá, sin esperanza. Y así, en casita, todos miramos ahora al Estado para que nos devuelva esa actitud paranoica de pensar en el hoy porque el mañana escuece.
En fin. Solo quería transmitiros mi reflexión para que hagáis con ella lo que se os pinte. Mucho ánimo, paciencia. Si os sirve de algo, creo que si hoy no piensas un poquito en el mañana, habrá un momento en que el mañana dejará de ser hoy.



jueves, 26 de marzo de 2020

La vida en ello


En el último artículo de este blog comentaba que la pandemia del coronavirus era abordada desde puntos de vista extremos y además todos, sin excepción, éramos víctimas de la desinformación. Hoy, con un mes ya de distancia, me tengo que comer varias de mis palabras porque el bicho era mucho más fuerte y peligroso de lo que creía. Nos está dando de lo lindo, sin piedad con los mayores, con cierta benevolencia con los más jóvenes, pero asustando a unos y a otros. A mí, personalmente, y aunque suene a ordinariez, puedo asegurarles que no me cabe el bigote de una gamba por sálvese la parte trasera.
En tiempos de guerra, porque esto no deja de serlo, tenemos que estar todos a una. De nada sirve criticar sin aportar soluciones. Si así lo haces eres parte del problema. Incluso lo acrecientas. Deberíamos tener todos la boquita bien cerrada. Aquí nadie sabe nada. Ni siquiera los científicos se ponen de acuerdo. Hay, además, que tener en cuenta que una situación así era inimaginable, que nos ha pillado a todos con el paso cambiado. Algún listillo dirá que ya sabíamos lo que pasaba en China y no hicimos nada. Y mira en Italia… Y yo le preguntaría al listillo si él, con su suprema inteligencia, ya sabía entonces que en España nos iban a llover bichos como langostas de esta manera, que esto se le iría de las manos al planeta. Si no miente, el listillo cerrará la boca, pero como de esos listillos tenemos el país (y visto lo visto en estos días, el planeta lleno) lo mismo tiene los webos de negarlo. En fin…
Aprovechando que, usted lector, continúa leyendo, quiero hacerle partícipe de algo que me ocurrió hace un par de días y que me dejó la sangre de gelatina. Recibí un mensaje por Facebook de uno de mis contactos. Era una nota de audio, de esas que recibimos cualquiera de nosotros todos los días. Estuve a punto de no hacerle caso pero al final le di al botón. En el altavoz sonó la voz de un hombre que, con discurso pausado y buenas maneras (el hijo de puta sabía cómo comunicar de manera cuasi profesional), decía que todo lo que nos está sucediendo no es a causa del virus sino de una confabulación de los poderes mundiales para tenernos retenidos en nuestras casas bajo un estado policial de pánico y así, cuando la pandemia pase o afloje, mantenernos manejados y acojonados. Que no había virus, ni muertos, ni nada, que todo estaba premeditado, que debíamos sublevarnos ante la situación y salir todos de nuestros agujeros hacia la libertad… Vamos, algo así como el 1984 de Orwell (y esto lo pongo yo de mi cosecha porque dudo que el delincuente este haya leído algo que no sea ciencia-ficción de la barata).
Lo que menos se necesita ahora es a tontos de baba que enmierden el ambiente más de lo que está, y menos aún a sabiendas. Te puede ir la vida en ello.

Ante tamaña imbecilidad, contesté a mi contacto diciéndole que si se creía las tonterías de la nota de audio que me acababa de enviar, que si para el tipo ese los 3.000 muertos que llevábamos entonces era una coña, que yo tenía verdaderas amigas que son enfermeras que han visto correr los virus por los pasillos de los hospitales, que si de verdad creía a ese imbécil. Le dije que lo que menos se necesita ahora es a tontos de baba que enmierden el ambiente más de lo que está, y menos aún a sabiendas, que no reenviara esa nota de audio a nadie más. Y va mi contacto y me pregunta si de verdad creo que todo esto es a causa de un virus, que debería creerme a pies juntillas lo de la confabulación porque es real, que allá yo con mi futuro…
Uno se queda sin palabras. Sí, sin palabras pero no sin dedos. Así que puse de patitas en la calle (fuera de Facebook) a mi contacto porque nunca he juzgado las ideas religiosas ni políticas, ni condiciones sociales, culturales, sexo, etc…, pero los desaprensivos que pueden ser peligrosos y además se creen más listos que nadie, la verdad, huyo de ellos como de este Covid 19.
La situación que estamos viviendo no es baladí. Hay que tener paciencia, tranquilidad, confianza y, sobre todo, sentido común. Ya ahora, nos guste o no, hay que dejar maniobrar a los que realmente pueden hacer algo. Somos parte del problema si únicamente criticamos. Somos imprescindibles y útiles quedándonos en casa con la boca cerrada, que para abrirla y pedir que rindan cuentas tenemos (eso espero) todo el tiempo del mundo.
Cuidaos todos mucho. De casa al súper y del súper a casa una vez por semana, o menos si es posible. Mascarilla, guantes y sentido común. Y si te agobias, sal a la ventana cada día a las 8 de la tarde y aplaude como si te fuera la vida en ello porque, si tienes mala suerte y la angustia te empuja fuera de tus cuatro paredes, lo mismo, efectivamente, te va la vida en ello.



miércoles, 26 de febrero de 2020

Conspiranoico-virus


Creo que nunca he pecado ni de paranoico ni mucho menos de conspiranoico. La vida suele ser mucho más simple que lo que todos creemos, y cuando resulta complicada, opino que esa complejidad es tan enrevesada e ininteligible que escapa a nuestra comprensión y, por ende, se convierte en simpleza.
Como novelista me encanta inventar situaciones intrigantes que atrapen la atención del lector. Para esto, los escritores solemos recurrir a hechos que a la mayoría de la gente le gusta leer en las páginas de un libro o ver en la pantalla de un cine. El espectador o el lector las disfrutan porque lo hacen desde lejos, marcando distancia. Asisten a una mentira que les mantiene en tensión durante minutos sabiendo que, cuando cierran el libro o se levantan de la butaca, todo pasó, y todo pasó porque saben que es solo ficción, que es mentira. He vivido alguna aventura y puedo asegurarles que lo mejor es poder luego contarla a los amigos porque, mientras te está ocurriendo, no te hace ni puta la gracia.
Llevo unos días leyendo en Redes Sociales todo tipo de comentarios sobre el recién llegado COVID-19, desde las más veniales a las conspiranoicas en extremo; unos dicen que este bicho es una gripe fuerte y otros la hecatombe. Y para alimentar la ignorancia, hay gente que asegura que el coronavirus es , la antesala del juicio final porque las autoridades apenas hablan de él, que lo que dicen son solo pañitos calientes para no alertar más a la población. O por el contrario, que han hablado más de la cuenta… A eso se le llama desinformación, y una desinformación global es más peligrosa que cualquier microorganismo porque para el miedo no existen retrovirales. Uno se caga patas abajo y arrampla con lo que sea como un rinoceronte. 

La desinformación o la “contrainfromación” global es más peligrosa que cualquier microorganismo porque para el miedo no existen retrovirales.

Yo no tengo opinión sobre el COVID-19. No tengo ganas de conocerlo ni mucho menos de convivir con él. Pero haciendo memoria, creo que la famosa Gripe-A alarmó lo mismo y luego se quedó en poco o nada. Yo mismo creo que la padecí y aquí estoy, quizá con alguna tara mental como consecuencia de los estornudos, pero poco más. Ahora es el coronavirus el que marca paquete, el que nos la está liando. Y otra vez viene desde Asia. Y otra vez se venden mascarillas a cascoporro. Y otra vez los medios de comunicación haciendo caja, como los laboratorios; y las empresas de termómetros; y las de material sanitario… Vaya, que no quiero insinuar nada, que no creo que sea una conspiración o un movimiento de nadie para ganar dinero; que como mucho se me ocurre que, una vez más, unos cuantos chinos estaban experimentando con un virus y se les ha ido de las manos, y para entretenernos han contado que el bichito ha aparecido en un mercado de Wuhan porque a un armadillo se le escapó un pedo. Pues vale.

"Cuando el peligro desaparece seguimos mascando hierba pero tarde o temprano volveremos a tropezar en la misma piedra".


La cuestión es que, nos guste o no, estamos en guerra contra el bichito cabrón. Y aquí no sirve de nada ser malpensado o practicar onanismo mental porque, como en las otras guerras, da lo mismo quién dispare la bala o apriete el botón de la bomba. Si te toca, date por jodido… o no. Ahora mismo importa el hecho en sí, no cómo ha aparecido. En cualquier caso, no aprenderemos nunca porque somos el peor de los animales. Cuando el peligro desaparece seguimos mascando hierba como si nada hubiera pasado, pero tarde o temprano volveremos a tropezar en la misma piedra, esa cualidad de imbécil que nos distingue de los seres vivos, de todos.


lunes, 17 de febrero de 2020

Va de relleno


Este año me había propuesto escribir en el blog al menos dos veces al mes y ya voy en falta. La verdad es que tampoco hay nada que me anime a hacerlo. Ya dije que de política ni se me ocurría volver a intentarlo. Tampoco es que haya mucho que opinar vistas cómo van las cosas. En fútbol pasa lo mismo. Y en la calle. O me estoy convirtiendo en un aburrido pasota o es que realmente no hay nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera el coronavirus me anima a escribir aquí.
No soy un gran usuario de redes sociales. Simplemente las consulto, doy los “me gusta” que me parece y ya está. Y lo que advierto desde hace ya un tiempo largo es la gente está desilusionada, como yo hoy. Y lo noto sobre todo en que el 90% de la peña que habita el orbe digital y virtual es monotemática. Si niño, solo niño. Si perro, solo perro. Si política de un color determinado, pues eso, que no hay quien les mueva.
Yo tampoco puedo decir que me salga del carril. Lo mío son los libros, generalmente los propios por eso de que si no se promociona uno mismo no lo hace nadie. Y alguna vez saco a colación a mis hijas, a mi perro, o una gilipollez que me ha hecho gracia. Y, por supuesto, los artículos de este blog, al que no echo el cierre por falta de temas de puro milagro. Si lo mantengo es fundamentalmente por tener un canal propio para ciscarme en la madre de alguien cuando lo estime conveniente, que si lo pones en un post del Facebook suena a berrinche y aquí, al menos, parece que te lo has pensado y es mucho más serio.

La foto también es de relleno. Bueno, es la más actual que tengo y no salgo mal... Creo...

A lo que iba, que hoy no quiero entretenerme: me faltan temas. Igual es que todo me la empieza a soplar, vaya usted a saber por qué, por la edad o porque sí, porque uno es muy comprensivo y condescendiente, pero hay veces que hace las cosas simple y llanamente porque le sale de los coj*nes. Y ahora no me sale de los mismos ponerme a escribir. O sí. ¡Yo qué sé!
En fin, que nada, que esta aportación es casi de relleno pero con un sentido, vaya, que me incentive a seguir contando lo que se me pinta, que un día de bajón lo tiene cualquiera y hay que mantenerse al timón.



viernes, 31 de enero de 2020

¡Vamos (que nos vamos)! - BRExit


Siendo estudiante, a finales de la década de los 70, todas las mañanas tomaba el autobús en el Paseo de la Castellana a eso de las 8:30 para acudir al colegio. Soy tan antiguo que, de la época de la que hablo, los autobuses tenían un cobrador en la parte trasera que se dedicaba a la honrosa tarea de darle a la manivela de un aparatito de generaba los títulos de transporte como una máquina de hacer churros. Recuerdo especialmente a un cobrador de la línea 14, regordete, cincuentón, campechano y con voz cazallera. Tenía un excelente sentido del humor para ser tan temprano. Un día, cuando el vehículo arrancó para llegar a la siguiente parada, dejó tal humareda detrás que exclamó: “esto contamina más que un DC-9”.
Bueno, pues aquel profesional del billetaje (y otros de sus compañeros), avisaba al conductor con un doble toque de timbre para que pudiera cerrar las puertas y arrancar. La maniobra era acompañada siempre por la misma arenga a los viajeros: ¡Vamos, que nos vamos! Entonces, si la afluencia de personas en aquella hora punta sobrepasaba el espacio físico del autobús, nos espachurrábamos todos contra todos sujetando las moneas a duras penas en las manos, unas manos que, ante tal presión de cuerpos contra cuerpos, parecían acortarse como las de un tiranosaurio.
Pues ese “¡Vamos, que nos vamos!” se ha reproducido hoy en mi cabeza con el mantra del Brexit, porque es lo que me parece escuchar desde Londres… o quizá desde Bruselas, o desde las dos capitales a la vez. ¡Vamos, que nos vamos!, que donde ayer dormían 28 ahora solo quedan 27. La verdad, ante tal circunstancia no creo que haya que ser alarmistas. Un divorcio como este, más o menos de mutuo acuerdo, no deja de ser un acto cotidiano. Ninguno de los dos lados tiene ganas de quedar mal parado ni de hacer daño a la otra parte. Porque en estas situaciones, si uno va bien el otro también gana, y viceversa.

Mezclar en una sola imagen un autobús de la EMT de la década de los 70 y su cobrador con una bandera "británico-europea" choca, quizá tanto como UK ha chocado con el resto del continente desde siempre.
Tener a los británicos fuera de la familia en algunos casos será perjudicial porque son ese cuñado que tiene pasta y lamentablemente ha pasado a ser un “ex”, pero también será beneficioso porque, cuando le toque aflojar el bolsillo (que le tocará), tendrá que soltar más mosca de lo que antes hacía, y eso tampoco está mal. Así que, bueno, cambiarán condiciones, hábitos y costumbres, y donde antes no se pagaba ahora se pagará, y donde antes no se enseñaba el carné ahora tocará. Pero no mucho más.
No voy a echar de menos a los británicos porque no suelo viajar al Reino Unido y, además, cuando lo he hecho, no había nada que me recordara que pertenecían a la UE. Las unidades de medida son distintas, la moneda es distinta y conducen por la izquierda. Ellos están muy orgullosos de los suyo y los europeos de lo nuestro, y si alguien no te quiere lo mejor es dejarlo marchar porque, es estos casos, tanta gloria lleva como paz deja. Y eso nos hace mucha falta aquí, tanto en España como en el resto del planeta: PAZ.


jueves, 9 de enero de 2020

Lo veo…, ¡y cinco más!


Hace un tiempo escribí en este mismo blog que no volvería a hablar de los partidos de fútbol entre el Real Madrid y el F.C. Barcelona. Era la época del provocador y malintencionado de Mourinho, que lo único que consiguió fue enrarecer el ambiente de la selección nacional y jodernos a todos los españoles. Los hinchas de uno y otro equipo, los de verdad, esos a los que nos gusta el fútbol por encima de todo, a los que huimos de fanatismos, esos que nos hemos llevado generalmente bien porque las vaciladas después de los partidos son siempre graciosas, acabamos casi a pedradas porque aquel imbécil consiguió que pasáramos de las bravatas a las descalificaciones, incluso a las amenazas. Por eso decidí no hablar nunca más de ello, y lo he cumplido.

Cuando tratar de poner un poco de paz y cordura es seguro que se malinterpreta y puede resultar excusa para que otros sigan tirando con bala o, aún peor, te aplaudan o te repudien, lo mejor es coserse la boca y las manos (que no las ideas y la opinión).

Hoy, de nuevo solemnemente, voy a prometer no hablar de política en este blog. Lo que el españolito de a pie lleva sufriendo en sus carnes desde hace varios años no tiene ni nombre ni excusa ni explicación con un mínimo de razonabilidad, pero lo que he leído en los tres últimos días me ha puesto los pelos de punta. No seré yo quien eche más leña al fuego, al incendio, sí, a este incendio de dimensiones australianas. En redes sociales empiezo a sentir el odio ajeno, el “paso por encima de todos y de todo”, vamos, que solo me falta leer “¡a las armas!”. Con la experiencia que tenemos en este país en lo que a guerras civiles se refiere (las contamos por docenas), la verdad, no me cabe por ningún agujero del cuerpo el bigote de una gamba.
Y es que la situación se nos ha ido de las manos a todos. El cambio ha sido radical. Los que ya daban caña a uno u otro lado, ahora lo hacen con un hacha en la mano y con ganas de hacer daño, de enaltecer a los suyos, a los que sean. Pero es que, además, he visto en redes sociales a gente que solo hablaba de poesía y ahora predice el apocalipsis con nombres y apellidos, a músicos que llaman a la revolución, a escritores que claman por el exterminio, personas que parecían mesuradas y moderadas, que iban a lo suyo, prácticamente monotemáticas que nunca hacían ruido, y ahora parecen haber fichado por una multinacional de agitadores a sueldo, de hostigadores profesionales, gente que ha perdido el norte y, lo que es peor, llaman a perder el norte a los demás a sabiendas del riesgo que se corre con ello.
Desde luego, a mí tampoco me gusta lo que está pasando hoy en el país. Su situación política es, cuanto menos, preocupante e inestable, pero sinceramente creo que está lejos de ese armagedón que vaticinan unos o ese paraíso de diálogo que proclaman otros. Porque las viejas y, en muchos casos, sabias glorias de uno y otro lado tampoco lo ven claro, pero no nos llevan a los leones. Y el tono sube. Y la tensión sube. Y la ira sube. Y eso nunca es bueno.
Así que no seré yo quien, desde este humilde blog, vaya con mi garrafita de gasolina a ver cómo se incrementa el desmadre. Punto en boca en lo que a política y designios futuribles se refiere. Me envaino mi opinión mientras rezo para que la tormenta pase cuanto antes. Aunque me temo que la nube es bien gorda y ni unos ni otros quieren que nos deje de proyectar una negra sombra. Me reté a no hablar más de fútbol. Ahora veo el envite de la política y subo cinco más.
Es una pena y me fastidia, pero al menos pongo mi granito de arena por el bien común. Y si tú, lector, has llegado hasta aquí, ¿ves mi envite? ¿Te apuntas?