Es difícil
olvidarse o abstraerse del país en el que uno vive. Al fin y al cabo, está
sumergido 24 horas al día en sus circunstancias, en su ambiente. En definitiva,
es su entorno. España es un país donde vivir relativamente cómodo y
relativamente feliz no es difícil. La mayor parte del año tenemos sol, buenas temperaturas,
incluso suerte con la lluvia. Nos sobra socarronería, sarcasmo y buen humor.
Como he dicho muchas veces, tenemos el lujo además de estar a la cabeza del Tercer
Mundo (porque al primero no accedemos ni de broma). Como diría Bismarck, somos
tan afortunados y tan fuertes que no nos destruimos a nosotros mismos por mucho
que lo intentemos. Todo un triste logro.
Todas las
mañanas repaso estos pensamientos mientras conduzco los 40 kilómetros que
separan mi casa de mi trabajo. No hay nada como observar la autopista para saber
en qué país me encuentro, para darle la razón al estadista alemán del siglo
XIX. Porque es cierto que somos simpáticos, dicharacheros, casi felices, pero
en la misma medida demostramos nuestro egoísmo, nuestra mala educación y
nuestro poco civismo. Y la carretera es un buen ejemplo de ello. Todas las
mañanas, con el sueño aún pegado a los ojos, observo los cuatro carriles de la
autopista cuyo límite de velocidad está fijado en 100 km/h. Pues no lo respeta
ni la policía. Tampoco eso de circular por la derecha. No me atrevería a concretar
un porcentaje, pero más de la mitad de los conductores ocupan el tercer y
cuarto carril a más de 120 km/h. En el segundo es donde se esconden los peores,
esos que no llegan a 100, incluso a 90, pero dejan el carril de la derecha
libre porque les da tirria, o vergüenza, o miedo, o seguramente porque su
cerebro, su educación y su seguimiento de las normas son nulos. Y ahí me tiene
usted a mí, como el pringado que soy, conduciendo por el primer carril a 95
km/h y, de vez en cuando, aguantando las luces largas de algún hijo de puta
que, como le ocupan el segundo y el tercer carril los que van a su bola, no
puede ir a 150 por el cuarto.
La forma de
conducir en España nos retrata como ciudadanos y como personas, y debo decir
que salimos borrosos y sucios en la foto (menos en las de los benditos radares,
a los cuales alabo con toda mi alma porque no hay excusa cuando te cascan una
multa por superar el límite de velocidad, máxime cuando además pones en riesgo
la vida de los demás). Cuando salimos a la carretera nos importa poco el resto
de compatriotas que nos rodea. Sentados en el coche hacemos lo que se nos pone
en la punta del bolo. No atendemos al Código de Circulación, ni a las señales,
ni a las recomendaciones, mucho menos al sentido común. No es que no nos importe
nuestra forma de conducir, sino que nos trae absolutamente sin cuidado si
molestamos al resto, si nuestra conducta puede provocar un atasco o un
accidente, si hacemos perder la vida a alguien que va tranquilamente a nuestro alrededor.
Nos incorporamos a la autopista a la velocidad que nos da la gana, generalmente
inferior a la que lleva la vía. No contentos con no adecuarnos al ritmo (¿por
qué se le llamará a la incorporación carril de “aceleración”?), no cedemos el
paso y, para mayor gloria de nuestra estupidez, tan pronto ingresamos y hacemos
frenar a todo el carril derecho (tampoco pasa nada, suele ir vacío), nos
colocamos en el central a nuestros impresionantes 80 km/h para hacer frenar a
todo Dios. Y ahí nos quedamos, en el centro viendo las margaritas crecer a
nuestra derecha.
Somos tan obtusos que, no solo no nos damos cuenta de lo bobos que somos sino que, además, no nos importa lucirlo. |
Esta maravilla
de civismo tenemos que aplicarla también a todo lo que hacemos día a día, hablar
por teléfono a bocinazos en la sala de espera del médico, a ver vídeos con el
sonido a todo trapo en el metro o en el autobús, a dejar nuestro carrito
cruzado en el pasillo del supermercado, a abandonar el coche en doble fila en
calles estrechas, a seguir hablando por el móvil mientras conducimos y, eso sí,
a quejarnos cuando no hemos sopesado ni un segundo si tenemos razón cuando nos
llaman la atención.
Con la actitud
de este país, nuestro futuro será siempre el mismo, es decir, la mediocridad
más absoluta. No hemos cambiado nada de nada en más de dos siglos, ¡nada! (lea
usted a Benito Pérez Galdós o a Mariano José de Larra y verá lo que le cuento.
¡Ah, que usted no lee…!). Bueno, pues entonces no sigo escribiendo. Eso sí, por
favor, ya que no piensa en el futuro, ni el propio ni en el de sus hijos,
sobrinos, nietos…, deje también de pensar en el pasado, olvídese de guerras
civiles, dictaduras, terrorismos, independentismos… No se engañe a sí mismo. A
usted las normas le importan un huevo. Solo le importa usted mismo.