Fotografía: Atardecer en Serengeti

Fotografía: Atardecer en el Parque Nacional del Serengeti, Tanzania; © Fco. Javier Oliva, 2014



ESPACIO

UN ESPACIO PARA CONTAR LO QUE ME DA LA GANA


jueves, 9 de diciembre de 2021

Cuestionarse a uno mismo

 

Nos quejábamos de 2020. Estábamos deseando que terminara el año porque el futuro era alentador, al menos en lo que a la ciencia se refiere. Se producían vacunas e iban a estar disponibles para todos. El 2021 no ha sido peor pero tampoco mucho mejor. Eso sí, ha sido bastante productivo, al menos para mí. Porque este año me ha servido para reflexionar sobre un buen puñado de cosas que, lejos de animarme, me han sumido en una honda preocupación y, en ocasiones, en un tremendo cabreo.

Lo del Covid comienza a ser aburrido pero, ante todo, homérico. La aparición del virus en el planeta, natural o prefabricado, ha sacado nuestras vergüenzas al aire a nivel mundial. Primero: la ciencia sirve para algo, entre otras cosas para salvarnos la vida. Los científicos que, hasta hace poco, eran tipos aburridos que nadie sabía lo que hacían, han demostrado que en poco más de cuarenta días desde la declaración de la pandemia ya tenían una vacuna preparada aunque luego tuvieron que seguir los protocolos para certificar que eran seguras. Pero ahí están, y les debemos mucho. A ver cómo les pagamos ahora su sabiduría, su esfuerzo, su ingenio y sus miles de horas de estudio. Si tienes un amigo científico, al menos dale las gracias e invítale a una caña. Lo merece.

También este 2021 nos ha enseñado que todo eso de la globalización de momento es un poco fiasco. Sí, ha servido para demostrar que un bicho se puede extender por todo el planeta en cuestión de pocas horas y que puedes enterarte del contagio masivo por Internet desde cualquier punto del globo. Pero nada más. A la hora de globalizar, Estados Unidos hizo acopio de su vacuna para ellos solitos. El Reino Unido hizo otro tanto de lo mismo. China y Rusia no le fueron a la zaga. La Unión Europea no sabía por dónde le venían los timos y las bofetadas. Tanta Unión, tanta lata con que somos uno y así somos más fuertes… Pues no, de momento queda mucho camino, y ahora sin la jefa Merkel nos van a dar de lo lindo.

También la globalización y la pandemia nos han enseñado que el planeta sigue roto entre ricos y pobres, y que los ricos tendemos al déficit neuronal y cultural, y que los pobres continúan siendo conformistas, dóciles y resignados. Los primeros porque nos hemos vacunado y creíamos que con eso se terminaba el problema, cuando los científicos nos decían que, si no se vacunaba a las ocho mil y pico millones de almas que hay en la Tierra, le dábamos alas al virus para mutar. Y a los oídos sordos de los más listos le salió el ómicron y hemos vuelto a la casilla de salida. Como dice el dicho, o jugamos todos o se rompe la baraja. Y vaya si se ha roto. La estupidez de los ricos no va a terminar con la vida de los pobres (mucho más fuertes porque a la fuerza ahorcan), sino con la de los propios ricos, faltos de generosidad y neuronas. Si hay suerte y ganas, sobre todo ganas, en 2022 podríamos generar una vacuna que se repartiera por el planeta de manera que pudiéramos evitar otra mutación masiva. ¿Será posible? Pues yo creo que no.

En relación a los negacionistas y anti-vacunas, estos gilipollas son los que más gracia me hacen. Porque ha sido pedir el certificado de vacunación hasta para comprar klinex y la mayoría han dejado la pereza y sus principios en el cubo de la basura y, ¡hale!, a pincharse. Eso sí, estoy orgulloso de este país. España está a la cabeza de los vacunados. ¿Increíble? No tanto, porque también vamos a la cabeza en bares por habitante, y en borrachos alemanes y británicos por metro cuadrado. Esa es la razón por la que nos hemos pinchado en masa. Eso sí, el tramo de personas entre los 20 y los 40 años ha sido el más remolón porque para todo, menos para gastar dinero y follar, siempre es el momento en la vida en la que somos más vagos.

También parecía que, durante 2020, la pandemia atenuaba otras cuestiones menores que nunca debieron ni siquiera tratarse. Pero era un espejismo porque Putin ha vuelto por sus fueros a tocar los webos a Europa; Maduro resulta que sigue vivo y con ganas de alborotar; China se ha entretenido en fabricar un misil hipersónico para demostrar que son asiáticos pero la tienen bien larga, y la mitad de los catalanes (o menos de la mitad) han vuelto a los titulares de las noticias. Marruecos también se aburre. Y las eléctricas. Y el IPC se cansa de estar tumbado y se levanta casi 6 puntos. Lo de la pandemia iba a salir en los libros de Historia, pero creo que va a ser un capítulo dentro de un tema mucho más amplio y escabroso. Ojalá me equivoque y no pase de reseña.

Y lo peor de todo esto es que nadie hace nada por remediarlo (menos los científicos, que esos sí que se lo curran aunque su trabajo es explotado por las farmacéuticas, a las que les importa un carajo todo lo escrito hasta ahora).


Todo esto no es para echarse a llorar, sino para buscarse otro planeta para vivir, otras páginas de un libro de Historia donde instalarse, una isla desierta, un pisito en un bloque vacío, una casa aislada en la España vacía (o vaciada, o en proceso de vaciado…).  Porque si tenemos fe en el Ser Humano, vamos a tener que cambiar seriamente la forma de elegir a los que nos mangonean por otros que realmente gestionen el planeta. Tenemos que huir de caras guapas y palabras que queremos escuchar. Tenemos que dejarnos de impulsos, ideas, ideales y gilipolleces, ser prácticos, sacrificados, generosos y globales, porque la aldea donde vivimos comienza a nuestra derecha, da la vuelta al planeta y termina a nuestra izquierda. Lo que ocurra en la otra punta también nos va a afectar. Que no, lector, que no voy de "progre" enarbolando la bandera de cualquier ONG; que voy de tomar conciencia, de quitar pañitos calientes, que aquí se ha puesto de moda cuestionar todo y habría que comenzar por cuestionarse a uno mismo. Quizá esa sea la clave.

Sirva el presente artículo (y único en este año) como ese resumen que hago cada diciembre sobre los últimos doce meses. Lo que no me atrevo es a vaticinar nada, porque si escribo lo que pienso, lo mismo el año que viene han cambiado tanto las cosas que no tenemos ni ocasión para hacerlo.

En cualquier caso, feliz 2022.



domingo, 14 de marzo de 2021

Punta de Lanza

 

Punta de lanza

 

Que tiene el gesto incómodo, casi despiadado, nadie lo niega. Que, además, su carácter es frío hasta la soberbia, muchos lo sufren. Y que no hay una sola persona que conozca ni el más pequeño pellizco de su vida, es un axioma.

Acostumbrada a jugar de niña con los escorpiones que hallaba bajo las piedras de la hamada saharaui, Latifa creció en una familia nómada dominada por las crueles condiciones del desierto. No recuerda cuándo su padre decidió instalar su haima cerca de El Aaiún, en el extremo más perdido del barrio de Hatarrambla, un lugar donde muchos como ellos acudían a curiosear dentro de esa extraña y súbita prosperidad que traían de la mano aquellos ostentosos españoles. Allí descubrió un mundo de humo y olor a gasolina, de uniformes militares y voces de ordeno y mando, un ambiente colonial duro como el cemento que utilizaban para construir esas casas de las que brotaban cúpulas como pompas de jabón. Pero también sus ojos se impregnaron ―siempre lo ha admitido― de muchas otras cosas que la cautivaron. Latifa da gracias a Alá por la suerte que tuvo, y Alá le agradece haberla aprovechado.

La fortuna siempre utiliza engañifas. Vive del peaje que nos factura. No ofrece nunca garantías. Por eso aquella niña de diez años creyó que la vida se le desgarraba cuando los españoles traicionaron a su pueblo y los marroquíes entraron en el territorio regando con napalm a los que huían. A finales de 1975, el desierto ardió al este de Smara,  cerca ya de Tinduf. Ella perdió a sus padres, a sus cuatro hermanos y la mitad de su hermoso rostro. Un día después la llevaron a un hospital de Argel. Tres semanas más tarde ―no sabe cómo― llegó a Madrid, un oasis hostil donde las palmeras eran semáforos. Las tribus que allí habitaban, lloraban a su jefe muerto y se preparaban para negociar un futuro en el que Latifa tendría inesperadamente un hueco.

El primer peldaño de aquella escalera fue Salah, hijo de Brahim y Amina. Ellos, sus padres adoptivos. Él, su auténtico hermano aunque su sangre fuera distinta. Brahim le permitió acudir al colegio porque ya lo había hecho en El Aaiún con niños españoles. Además, era obligatorio. No cabía réplica. Pero en cuanto la cirugía hubiese reparado con mayor o menor acierto sus rasgos, regresaría a los campamentos de Tinduf donde le esperaría una vida como la costumbre ordena, y así crecer y vivir como una auténtica saharaui. Allí serviría a su comunidad pastoreando cabras que únicamente se alimentan de cartones de embalaje para producir leche; a vigilar a los dromedarios que, obstinados, buscan la libertad entre las montañas peladas; a sacar agua salobre de pozos que el invasor a veces envenena; a cuidar los hijos fruto de un matrimonio impuesto con alguien a quien no conoce y no ama. Así lo decreta la tradición.

Pero Latifa nació rebelde y testaruda. Era hija del desierto. Libre. Y quiso seguir siéndolo, incluso en una España en la que aún no estaban acostumbrados a ella.

Mientras los médicos luchaban para recuperar su media sonrisa quemada, aquel ojo izquierdo que no se abría y una frente abrasada como plástico derretido, sus compañeros de colegio se mofaban de ella con saña y fiereza.

―Te dejaron a medio cocinar ―le gritaban en los recreos aludiendo a su piel oscura y a la deformidad de su rostro.

¡Idiotas…! El napalm había quemado su piel pero no su determinación. Porque Latifa no solo lucharía contra su destino, sino también contra aquellos que, en cualquier lugar, quisieran manejarlo. Tanto fue su empeño que, una vez medio reconstruida su cara ―nunca lograron que las marcas de su infortunio dejaran de ser patentes― consiguió quedarse en Madrid.

Brahim nunca admitió que quisiera comportarse como una muchacha española. Abnegada, debía regresar al desierto y casarse. Pero ella quería estudiar, ¡sí!, ser la primera saharaui en conseguir su propia independencia, sin ataduras, sin deudas, sin condiciones. Fue su hermano Salah quien la llevó por primera vez hasta aquel local de ensayos en el barrio de Tetúan donde maltrataban instrumentos. Fue allí donde alguien escuchó su hermosa voz entonando versos en hassanía traducidos al español. Y Latifa compuso canciones bellas con un ritmo diabólico de algo llamado rock y en un tiempo en el que todos hablaban ya de esa locura bautizada como “movida madrileña”. No tuvo un gran éxito, pero su puesta en escena llamaba tanto la atención, que los conjuntos que se habían encaramado a las estrellas siempre reclamaban la presencia de su grupo para calentar el ambiente como teloneros. Música dura, letras desafiantes, algunas palabras en aquel idioma del desierto y una cantante de voz aguda y poderosa que cubría su imperfección bajo media máscara decorada con purpurina. ¡Una frivolidad!, esnobismo exagerado y superficial de los ochenta. Nadie la conocía. Quizá por eso la adoraban.

Latifa consiguió poco dinero, pero el suficiente como para abandonar su casa, a sus padres ―nunca a su hermano― y estudiar en una universidad. Su tesón e inteligencia la hicieron doctorarse en medicina. Quizá fuera la primera mujer saharaui que lo conseguía habiendo nacido en la hamada y tras haber tocado rock & roll entre el humo del hachís que nublaba las salas de conciertos.

Hoy es radióloga en un hospital de Madrid, en uno cualquiera, no importa cuál. Cuando algún adinerado comerciante marroquí viene a España para que alguien alivie su existencia y le queme ese tumor que le come la vida, muchas veces ha sentido la tentación de girar dos vueltas de más la ruedecita de la máquina y que la radiación le atraviese el cuerpo como a ella le hizo el napalm hace cuarenta y cinco años. Pero, hasta para eso, Latifa es una punta de lanza. Aprieta los dientes, exhibe orgullosa su media sonrisa y agradece a Alá y a su suerte ser la mujer saharaui más libre de todo el desierto, cualquier desierto.

 

 

#HistoriasdePioneras