Fotografía: Atardecer en Serengeti

Fotografía: Atardecer en el Parque Nacional del Serengeti, Tanzania; © Fco. Javier Oliva, 2014



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domingo, 14 de marzo de 2021

Punta de Lanza

 

Punta de lanza

 

Que tiene el gesto incómodo, casi despiadado, nadie lo niega. Que, además, su carácter es frío hasta la soberbia, muchos lo sufren. Y que no hay una sola persona que conozca ni el más pequeño pellizco de su vida, es un axioma.

Acostumbrada a jugar de niña con los escorpiones que hallaba bajo las piedras de la hamada saharaui, Latifa creció en una familia nómada dominada por las crueles condiciones del desierto. No recuerda cuándo su padre decidió instalar su haima cerca de El Aaiún, en el extremo más perdido del barrio de Hatarrambla, un lugar donde muchos como ellos acudían a curiosear dentro de esa extraña y súbita prosperidad que traían de la mano aquellos ostentosos españoles. Allí descubrió un mundo de humo y olor a gasolina, de uniformes militares y voces de ordeno y mando, un ambiente colonial duro como el cemento que utilizaban para construir esas casas de las que brotaban cúpulas como pompas de jabón. Pero también sus ojos se impregnaron ―siempre lo ha admitido― de muchas otras cosas que la cautivaron. Latifa da gracias a Alá por la suerte que tuvo, y Alá le agradece haberla aprovechado.

La fortuna siempre utiliza engañifas. Vive del peaje que nos factura. No ofrece nunca garantías. Por eso aquella niña de diez años creyó que la vida se le desgarraba cuando los españoles traicionaron a su pueblo y los marroquíes entraron en el territorio regando con napalm a los que huían. A finales de 1975, el desierto ardió al este de Smara,  cerca ya de Tinduf. Ella perdió a sus padres, a sus cuatro hermanos y la mitad de su hermoso rostro. Un día después la llevaron a un hospital de Argel. Tres semanas más tarde ―no sabe cómo― llegó a Madrid, un oasis hostil donde las palmeras eran semáforos. Las tribus que allí habitaban, lloraban a su jefe muerto y se preparaban para negociar un futuro en el que Latifa tendría inesperadamente un hueco.

El primer peldaño de aquella escalera fue Salah, hijo de Brahim y Amina. Ellos, sus padres adoptivos. Él, su auténtico hermano aunque su sangre fuera distinta. Brahim le permitió acudir al colegio porque ya lo había hecho en El Aaiún con niños españoles. Además, era obligatorio. No cabía réplica. Pero en cuanto la cirugía hubiese reparado con mayor o menor acierto sus rasgos, regresaría a los campamentos de Tinduf donde le esperaría una vida como la costumbre ordena, y así crecer y vivir como una auténtica saharaui. Allí serviría a su comunidad pastoreando cabras que únicamente se alimentan de cartones de embalaje para producir leche; a vigilar a los dromedarios que, obstinados, buscan la libertad entre las montañas peladas; a sacar agua salobre de pozos que el invasor a veces envenena; a cuidar los hijos fruto de un matrimonio impuesto con alguien a quien no conoce y no ama. Así lo decreta la tradición.

Pero Latifa nació rebelde y testaruda. Era hija del desierto. Libre. Y quiso seguir siéndolo, incluso en una España en la que aún no estaban acostumbrados a ella.

Mientras los médicos luchaban para recuperar su media sonrisa quemada, aquel ojo izquierdo que no se abría y una frente abrasada como plástico derretido, sus compañeros de colegio se mofaban de ella con saña y fiereza.

―Te dejaron a medio cocinar ―le gritaban en los recreos aludiendo a su piel oscura y a la deformidad de su rostro.

¡Idiotas…! El napalm había quemado su piel pero no su determinación. Porque Latifa no solo lucharía contra su destino, sino también contra aquellos que, en cualquier lugar, quisieran manejarlo. Tanto fue su empeño que, una vez medio reconstruida su cara ―nunca lograron que las marcas de su infortunio dejaran de ser patentes― consiguió quedarse en Madrid.

Brahim nunca admitió que quisiera comportarse como una muchacha española. Abnegada, debía regresar al desierto y casarse. Pero ella quería estudiar, ¡sí!, ser la primera saharaui en conseguir su propia independencia, sin ataduras, sin deudas, sin condiciones. Fue su hermano Salah quien la llevó por primera vez hasta aquel local de ensayos en el barrio de Tetúan donde maltrataban instrumentos. Fue allí donde alguien escuchó su hermosa voz entonando versos en hassanía traducidos al español. Y Latifa compuso canciones bellas con un ritmo diabólico de algo llamado rock y en un tiempo en el que todos hablaban ya de esa locura bautizada como “movida madrileña”. No tuvo un gran éxito, pero su puesta en escena llamaba tanto la atención, que los conjuntos que se habían encaramado a las estrellas siempre reclamaban la presencia de su grupo para calentar el ambiente como teloneros. Música dura, letras desafiantes, algunas palabras en aquel idioma del desierto y una cantante de voz aguda y poderosa que cubría su imperfección bajo media máscara decorada con purpurina. ¡Una frivolidad!, esnobismo exagerado y superficial de los ochenta. Nadie la conocía. Quizá por eso la adoraban.

Latifa consiguió poco dinero, pero el suficiente como para abandonar su casa, a sus padres ―nunca a su hermano― y estudiar en una universidad. Su tesón e inteligencia la hicieron doctorarse en medicina. Quizá fuera la primera mujer saharaui que lo conseguía habiendo nacido en la hamada y tras haber tocado rock & roll entre el humo del hachís que nublaba las salas de conciertos.

Hoy es radióloga en un hospital de Madrid, en uno cualquiera, no importa cuál. Cuando algún adinerado comerciante marroquí viene a España para que alguien alivie su existencia y le queme ese tumor que le come la vida, muchas veces ha sentido la tentación de girar dos vueltas de más la ruedecita de la máquina y que la radiación le atraviese el cuerpo como a ella le hizo el napalm hace cuarenta y cinco años. Pero, hasta para eso, Latifa es una punta de lanza. Aprieta los dientes, exhibe orgullosa su media sonrisa y agradece a Alá y a su suerte ser la mujer saharaui más libre de todo el desierto, cualquier desierto.

 

 

#HistoriasdePioneras



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