Existe la muy
equivocada creencia de que las nuevas tecnologías siempre nos brindan la
oportunidad de avanzar de manera más rápida y precisa, de conectar
instantáneamente con quien queremos (a veces también con quien no queremos) en
cualquier parte del mundo. Tan solo nos supone el esfuerzo de pulsar una tecla
virtual sobre una pequeña pantalla táctil y ya está. Es sumamente fácil y, con
más frecuencia de lo que creemos, peligroso. Y concreto mi afirmación en esa
aplicación maravillosa llamada WhatsApp, un artilugio que puede estallarnos en
la cara y que, de hecho, lo hace muchas más veces que lo que creemos.
Incluso con la
ayuda de los emoticonos, esas imágenes de caritas, animales, corazones… que nos
ayudan a dar sentido y, sobre todo, tono a nuestras palabras, muchas veces
éstas se vuelven en contra nuestra. Nos empeñamos en utilizar WhatsApp como si
fuera un sistema de comunicación útil para tratar temas complejos, y la
aplicación no va más allá que servirnos para quedar a tomar café, preguntar qué
tal fue un examen o saber dónde se encuentra nuestro interlocutor (que
lógicamente contestará lo que le dé la gana).
Pero cuando se
trata de gestionar temas importantes, no nos resignamos a hacer una llamada
telefónica o a escribir un correo. No. Tenemos que utilizar el WhatsApp, y es
en ese momento cuando se convierte en un caramelo envenenado. Cuando un ser
humano trata un tema crucial con otro, la Naturaleza, que es muy sabia, no solo
nos ha dotado de poder concretar nuestras ideas en palabras, sino que además
nos ha dado cuerdas vocales para saber pronunciarlas con mil tonos diferentes,
con un volumen alto o bajo, nos ha dotado de la rabia, el dolor, la ira, el
cariño… Por si fuera poco, además nos ha dado complementos imprescindibles para conseguir una comunicación correcta como son los ojos o las manos y así gestear y
enfatizar lo que queremos decir. Si ahora mismo, en este texto, digo al lector
(con todo respeto) “vete a la mierda”, la mayoría se ofenderá. Pero si me
escucha decirlo, y a la vez observa mis ojos, escucha con atención mi tono, mi
cadencia, el movimiento de mis manos, mi sonrisa…, a lo mejor estalla en una
sonrisa. Lo mismo incluso me gano un beso y un abrazo. No es lo mismo escuchar “¡qué
tonto!” en boca de un compañero de trabajo que en labios de tu madre, tu novia,
tu esposo…
Cuántos disgustos, malos entendidos o discusiones se podrían haber evitado si fuéramos mucho más prácticos. |
La comunicación
mal practicada, mal entendida y mal recibida es como un arma mortífera que solo
nos puede servir de ayuda cuando está en buenas manos. Todos somos capaces de
comunicarnos cara a cara, pero solo una parte relativamente pequeña es capaz de
hacerlo a la perfección por escrito (periodistas, escritores, comunicadores
profesionales…), y aun así no pocas veces se ven enredados en malos entendidos.
¡Qué no les pasará al resto de los mortales que se escriben por WhatsApp y
además ahorran palabras para no extenderse…!
En lo que a mí
respecta, dejé de utilizar WhatsApp para temas que, necesariamente, debían ser
tratados de viva voz. Aunque por teléfono no se ven los ojos ni las manos,
siempre es preferible dejar el teclado a un lado porque debajo de cada letra,
de cada imagen o cada emoticono, puede esconderse esa mina que hace saltar todo
por los aires. A mí no me ha pasado, pero desde luego no pienso correr el
riesgo, sobre todo cuando hablar es mucho más rápido que escribir y porque desde hace
mucho tiempo ya existe la tarifa plana.
Hasta la
próxima, querido lector… (¿querido…? ¿Con qué tono lo he querido transmitir?) Tranquilo, con el mejor. ¿Te fías de mí?
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