He escrito en este blog alguna que otra necrológica. Me vienen a la cabeza la de Carrillo y la de Fraga, y hace poco la de Pau Donés. Ninguna de ellas me ha costado redactar tanto como esta, quizá porque conocía a Javier Reverte y me unían a él muchas cosas. Le respetaba y admiraba tanto que he preferido esperar a recuperarme por su pérdida para enfrentarme a la tarea pues lo único que me salía de dentro al principio era una tremenda tristeza. Y creo que él merece un artículo más sosegado.
Javier Reverte era, para mí y ante todo, un buen tipo. He coincidido con algún que otro escritor, de nombre bien consolidado en el mundillo literario (por cierto, un mundillo en el que el maestro no creía). Y la verdad es que Javier se parecía en poco al resto de colegas. Ya de por sí, un escritor suele ser una persona con alta autoestima que, a menudo, resulta engreído, soberbio y petulante por mucho que trate de tamizarlo o enmascararlo con una humildad a la que se le ven las costuras. Nunca jamás he pedido nada a ningún escritor “famoso” de esos que las ventas de sus libros se cuentan por miles. Alguno me ha dicho que podía echarme una mano y, cuando me he decidido a pedirles, no la mano, ni un dedo, solo una uña, no ha hecho siquiera el ademán de hacerlo. Solo buenas palabras, sonrisas, amabilidad y educación. Pero hasta ahí.
Javier no era así. Era una persona normal, sincero, humilde, de esos que si se ofrecen a ayudar es porque cumplen, y si no están dispuestos cierran la boca. Su carácter y su integridad como persona se entenderán muy bien en las siguientes líneas.
Le conocí en la presentación para la prensa de un libro de otro autor. Conectamos porque me acerqué a él y me identifiqué como aprendiz de escritor y tan enamorado de África como lo era él. Un año más tarde, allá por el mes de marzo, le escribí para pedirle que acudiera a unas jornadas literarias en Madrid que se desarrollarían en septiembre para hablar de libros de viajes. Se excusó diciendo que en esa época iba a estar en Nueva York pero que, si había cualquier contratiempo en sus planes, contactaría conmigo. Temí que era uno de esos que solo tiene buenas palabras. Pasaron los meses sin recibir noticias suyas, ni él mías porque no me gusta ser pesado. Vamos, que fueron seis meses de silencio absoluto hasta que, a dos semanas de la celebración de las jornadas, recibí un correo en el que me decía que, si la invitación seguía en pie, su viaje se había retrasado y podría acudir. ¡Por Dios! Le había conocido hacía un año. Habíamos hablado solo una vez. Nos habíamos cruzado dos correos y, seis meses más tarde, se acordaba de que le había ofrecido algo que no era más que un compromiso porque las jornadas no siquiera remuneradas. Javier acudió y, cómo Julio César, llegó, vio, habló y venció.
A partir de entonces le escribí con algo más de frecuencia, vaya, cada cuatro o cinco meses. Me daba tremenda vergüenza que empleara su escaso tiempo conmigo, pero él siempre se ofreció a echarme una mano. Así que, con el transcurrir de los meses y ya algo más de confianza, se leyó un par de mis manuscritos y me ayudó a mejorar. Le preguntaba dudas y las respondía casi al segundo. Una tarde, al término de una charla con otro escritor y periodista sobre el atractivo de las grandes ciudades europeas, estuve charlando con él una hora de lo humano y lo divino, de libros, experiencias, expectativas, viajes… Fue la tarde que le llevé un ejemplar de la novela con la que había quedado finalista del Premio Fernando Lara, certamen que él había ganado años antes. Me pidió que se lo dedicara. Aparte de la voz, me temblaba la mano cuando lo hice.
A lo largo de muchas ediciones de la Feria del Libro fui a su caseta para adquirir sus libros y que me los firmara. En más de una ocasión me dijo que no le comprara uno más, que él me los enviaba a casa. Nunca se lo pedí pero él me hizo llegar varios. Siempre en sus dedicatorias fue cariñoso. A mi tocayo… A mi colega… A mi compañero de letras… Y allí, en la feria, le robaba solo unos segundos porque detrás de mí siempre tenía una larga cola de sus lectores. Pero, aun así, casi sin tiempo, siempre me preguntaba qué tal me iba. Y fue allí, hace dos años, cuando le conté aquello en lo que estaba trabajando. Cuando me escuchó se ofreció al instante a facilitarme documentación y contactos si los necesitaba. Un año más tarde, en junio de 2019, me volvió a preguntar sobre mi proyecto. Le dije que estaba manos a la obra.
―No lo dejes, tocayo. Es muy buena idea.
Podría seguir hablando de Javier durante mil palabras más sobre él aunque, en realidad, aparte de las visitas a la Feria del Libro, nos vimos en tres ó cuatro ocasiones más. Pero nos escribimos algunos correos con mucha información y pocos (o ningún) formalismo. Él tenía poco tiempo y no iba a ser yo quien se lo robara.
Miento. Lo hice una vez. Y le avisé. Y no me arrepiento.
En una ocasión le escribí avisándole de que el correo era un poquito más extenso pero necesitaba decirle quién era él para mí, un maestro, un referente como escritor pero también como persona. Le expresé la vergüenza que sentía al enviarle un correo o acudir para que me firmara libros, el respeto que tenía a su trabajo y a su persona, que siempre me lo pensaba cien veces antes de pulsar la primera tecla, y que le agradecía lo que me había enseñado y el tiempo que me había dedicado. Javier me respondió de inmediato, agradeció mis palabras y me dijo que no era para tanto, que se sentía abrumado.
Sobra decir algo más sobre él.
La noticia de su muerte fue una puñalada trapera con mala baba. Hacía varias semanas que le había escrito para saber cómo andaba (nuestros últimos correos eran de marzo/abril). Sí, había veces que se retrasaba en responder, incluso hubo algún correo que se quedó sin respuesta aunque luego se excusaba cuando nos veíamos. Pero en agosto no sospeché nada. Y viví con un ojo en mi novela y otro puesto en él hasta que mi amiga Azucena, ese sábado 31 de octubre, las 9 de la mañana, me escribió para terminar de despertarme. Y bien que lo hizo, aunque también me mató.
Javier Reverte posando para mí en mayo de 2018, en la Feria del libro de Madrid.
De Javier me quedo con todo, con todo aquello que me gustaba de él y con lo que me agradaba menos, que también lo había. Pero sobre todo me quedo con sus maneras, su gesto socarrón, su ironía, su sentido del humor, su amabilidad, su interés su humildad, su trabajo y su voz. Porque tengo la inmensa suerte de que, cuando leo uno de sus libros, su voz suena en mis oídos y es él personalmente quien me cuenta su viaje, su novela, su poema.
Voy a echarle de menos, mucho, porque me he quedado huérfano de maestro. Siempre retumbará en mi cabeza aquel último consejo en el que se mostraba especialmente interesado y comprometido sobre el trabajo que, a día de hoy, sigue entre mis manos:
―No lo dejes. Es muy buena idea.
Esa novela irá dedicada a él.
Gracias, Javier. Gracias, maestro. Me despido con las mismas letras con las que siempre terminabas los correos que recibía de ti:
"Abrz, JavierR"
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