Llevaba
días negándome a ver el debate y dedicar así mi escaso tiempo a otros
menesteres más productivos (tales como escribir o jugar a la Play
Station), pero al final me pudo la curiosidad
y me conecté a la televisión como otros 9 millones de telespectadores.
La verdad es que, lo admito, me divirtió tanto la forma como el fondo
del asunto, vamos, que se me pasó como una centella. Tan entretenido
estuvo que procedo a diseccionar lo que me pareció
personaje a personaje, que no candidato a candidato porque hubo uno
que, como yo, se lo tragó sentado en el sofá.
A
Pedro Sánchez le bautizaron apenas terminó el evento como el gran
perdedor. No sé si ponerlo en duda, pero hubo una cosa que sí me gustó
de él, y fue su desparpajo a la hora de querer entablar
debate cara a cara con quien fuera de los otros tres, aunque lo hiciera
como si estuviera en un bar y necesitara que alguien le invitara a una
caña para charlar. Eso muestra ganas y confianza, y me parece correcto,
incluso conveniente, pero si su discurso
hubiera sido un poquito más variado habría ganado algo más que
críticas. Creo que, al igual que le ocurre al otro gran partido, sus
propósitos y objeciones no han cambiado nada desde hace 40 años.
Predecible y aburrido, disco rayado.
Pablo
Iglesias era a priori el mejor orador de todos y el que, en el “cara a
cara” o en el “todos para uno y uno para todos”, tenía que haber
sobresalido. Y en eso estuvo en su línea, suelto
y mostrando confianza, incluso cierta soberbia con el “tranquilo Pedro”
y “tranquilo Albert”. En otra situación le hubiera ido de perlas porque
el hombre se mueve con la palabra como pez en el agua, pero como cambia
de criterio cada quince minutos no se sabía
ni su propia lección y fue quedándose en evidencia él solito sin ayuda
de nadie. Lo que sí hizo estupendamente (y lo digo sin eufemismos) fue
movilizar a sus bases, votantes y simpatizantes para arrasar en las
redes sociales, y vaya sí lo hizo.
Albert
Rivera todavía sigue buscando la lagartija que se le había colado
dentro del traje porque no paró quieto ni un segundo en la primera parte
del debate. Le podían los nervios y la ansiedad
por seguir rascando votos a derecha e izquierda, y eso jugó en su
contra. Se atropellaba tanto que no llegaba casi ni a explicarse, cuando
la cercanía y sus maneras sencillas y llanas son el punto fuerte de su
poder de comunicación. En la segunda y tercera
parte del debate pudo controlar al reptil que le hacía cosquillas y se
serenó bastante, aunque las palabras no llegaron a fluir como nos tiene
acostumbrados. De todas formas, se le notaba más cómodo pudiendo lanzar
pullas en todas direcciones, eso sí, con
cierta elegancia y sobradas de sarcasmo. Para mí, perdió una
oportunidad de oro para haber rascado más, vaya, con azada.
Y
Soraya Sáenz de Santamaría estuvo en su papel de cerebro indiscutible
de su partido, la más lista de la clase, con inteligencia y
determinación, firmeza y valentía. Es lo que te da una cabeza
privilegiada y experiencia como portavoz. Se presentó con los deberes
hechos, la lección aprendida y un argumentario preparado para las más
que previsibles objeciones que le iban a soltar sus compañeros de
debate. Seria, eficaz y, eso sí, muy nerviosa al principio,
que se le adivinaba haciendo memoria para responder correctamente,
vamos, que no fue ella misma hasta que le calentaron el trasero con la
corrupción, y entonces se desató. En cualquier caso, sus propuestas, al
igual que ocurrió con pedro Sánchez, son las mismas
que su partido lleva haciendo desde la transición.
Por
resumir un poco, la novedad estuvo en que el debate fue entre cuatro y
no entre dos, que uno de ellos ni siquiera era candidato, que los dos de
siempre no mostraron nada nuevo bajo el sol,
y que los dos nuevos están todavía muy tiernos, uno por oportunista y
veleta (con el plumero al aire), y otro por ansioso, cuando todos
sabemos que la paciencia es una gran virtud y la gente sólo se fía a
medio plazo. Sea como fuere, creo que el debate más
que aclarar, confirmó votos ya decididos. En fin, que como experiencia
televisiva estuvo bien. Lo mejor fueron los periodistas Vicente Vallés y
Ana Pastor; el primero bregado en mil batallas supo imponer sus reglas
de manera elegante pero firme; a la segunda
le faltó su habitual punch, pero también hay que tener en cuenta que el lunes no fue periodista sino moderadora.
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