50 palos es el libro que hace un par de
años publicó Planeta con la “no biografía” de Pau Donés, término que el mismo declinó
utilizar porque decía que olía a muerto. Así que lo llenó de vivencias,
ocurrencias, reflexiones, experiencias y, de esa manera muy suya de mandar
indirectas de manera directa, también de enseñanzas.
Tuve la inmensa
fortuna de verle en tres ocasiones. La primera y la tercera fueron sobre un
escenario. Corría algún año de la primera década del 2000 cuando Jarabe de Palo
visitó las fiestas de Algete ofreciendo un concierto de esos que paga el
Ayuntamiento. Visto en su salsa, el chaval me pareció un tipo sencillo y
cercano que, sobre todo, disfrutaba de su música con el público. Recuerdo
nítidamente cuando comenzó a rasgar la guitarra con los primeros acordes de La flaca y la gente comenzó a corearla.
Entonces se detuvo, meneó la cabeza como signo de negación, de frustración
guasona, como diciendo… “no sigáis por ahí… Podéis hacerlo mejor”. Y el público
se volcó con afinación y entusiasmo, ahora sí: “En mi vida conocí, mujer igual
a la flaca…”. Sin duda, la coña estaba preparada, pero me emocionó.
La tercera vez
que disfruté de su arte y de su talento fue en la Riviera, hace menos de dos
años, con una de mis hijas. Antes ya había anunciado que dejaba la música, que
se iba, pero que volvería. El concierto, acústico y con sabor cubano, fue
espectacular. Pau estaba delgado y con el pelo rapado pero, aun entonces, lleno
de vida y de ilusión. Afirmaría sin temor a equivocarme que disfrutó mucho más que todos los que fuimos a
verle. Quizá a todos nos pareció que aquella noche sonaba a despedida, menos
para él, que seguramente todavía albergaba un pellizco de esperanza.
Y la segunda
vez que lo vi… ¡Vaya, nunca he dejado de arrepentirme! Fue antes de 2006, no
sabría precisar la fecha. Ese día yo tenía una comida de negocios. Acudí con mi
jefe al restaurante “La vaca argentina” que hay en López de Hoyos. Un
tercer comensal, alto cargo de un banco, nos acompañaba en la mesa. Íbamos a
tratar un acuerdo muy serio y estábamos concentrados en tener una comida
agradable mientras perfilábamos los puntos a tratar. Y entonces apareció él,
ahí, Pau Donés, con toda su banda de músicos, y se sentó en la mesa de al lado.
Yo me volvía de revés. No podía levantarme y saludarle, decirle que era un
profundo admirador de su música, que en aquella época de pirateo incontrolado y
masivo, yo compraba sus discos en las tiendas porque merecía la pena apoyar su
talento. Quería mostrarle mi admiración, arrodillarme ante él y proclamar: ¡qué
grande eres, cabrón! Y no pude hacerlo por decoro, por profesionalidad, por
imbécil. Me tiré toda aquella aburrida comida mirándole de reojo, disfrutando
con la manera exquisita de congeniar con su equipo, con ese cariño que mostraba sobre el
escenario pero que era puro porque, sí, yo lo vi, lo sentí, también repartía
cuando estaba fuera de él.
Abandoné “La
vaca argentina” presa del infortunio. “Ya habrá más ocasiones”, me dije, pero
no las hubo. Y ese remordimiento me ha perseguido cada vez que he escuchado sus
discos, que son unas cuantas veces (cientos).
¡Grande Pau, siempre Pau! |
Ayer, esa hija
con la que acudí a su último concierto en la Riviera, fan incondicional de
Jarabe de Palo, entusiasta cuasi fanática de su canción “Realidad o sueño”,
me daba la noticia de su huida. La sentí como una puñalada trapera, a traición,
sin preaviso ni anestesia. Eso sí que fueron 50 palos, pero en mi lomo. Por mucho que la amenaza fuera esperada, no por ello
dejaba de ser temida. Pero llegó. Y me dejó tocado, hundido.
El único
consuelo que me queda son sus discos, su gesto sencillo en el escenario, su
humildad, su talento. Y alguien que lo regala así, merece la pena tenerle para
siempre en el recuerdo. Gracias, chaval. Si hay otro lugar donde volvamos a
coincidir, enviaré mis obligaciones al infierno y me levantaré a saludarte. No
más remordimientos.
Gracias, Javier. La vida te dio la oportunidad de estar cerca de un artista y una persona con la que te unen muchos rasgos. Ojalá sigamos aprendiendo de los grandes, que no pretenden darnos lecciones, sino compartir su arte.
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