Hoy se me pinta hablar de los regalos de Navidad, una tradición basada en la llegada de los Magos de Oriente a Belén hace un par de milenios y que el comercio occidental se ha ocupado de fomentar hasta extremos casi histéricos.
Por lo que a mí respecta, me ha costado un largo camino comprender a qué estamos jugando el 6 de enero o, en su defecto, el 25 de diciembre. Vamos a mirarlo fríamente: hay una ley no escrita que se llama tradición (que tiene mucha importancia y mucho peso) que nos obliga descarada e irremediablemente a tener que regalarnos lo que sea, repito, lo que sea, entre aquellos allegados que tenemos más o menos contacto. No importa que te veas con ellos sólo una vez al año o todas las semanas, incluso todos los días. La cuestión es que estás obligado a comprarles algo, porque así te lo manda la Historia viva de tu país y de tu familia. Nadie concibe que dejes pasar la oportunidad de estar tres semanas abrumado por la responsabilidad de acertar con tu presente. La pregunta sobrevuela durante muchos días tu cerebro: “¿Y qué demonios le compro, si tiene de todo?”
…Si tiene de todo… ¡Qué coincidencia! ¡Como tú! ¡Como yo…! Entonces, ¿por qué comprar algo? ¿Para demostrarle tu cariño? ¿Para manifestarle tu aprecio, incluso tu odio? ¿Y es necesario hacerlo un día en concreto y a través de un regalo? ¡Anda que no hay días en el año para aprovechar la ocasión! Sobre todo, y tratándose de dejarse las perras, creo sinceramente que hay mucha gente que, al contrario de los que tenemos de todo, no tienen de nada. Así que se acabó.
Esta Navidad de 2011 ha sido el punto de inflexión. Los niños de mi familia son, de momento, unos privilegiados, unos seres protegidos que seguirán creyendo en Melchor, Gaspar y Baltasar porque recibirán sus regalos. Incluso los adolescentes que dejaron el secreto atrás hace una década tendrán su detalle. Pero los que peinamos canas, o hemos perdido el pelo, o estamos a punto de sufrir alguna de las dos cosas, hemos decidido terminar con la ceremonia absurda y tradicional de hacer el idiota ese día absurdo marcado en el calendario como de "entrega de regalos". Ya que queremos gastar, vamos a hacerlo en éso que pensamos muchas veces al año y que, por dejadez o pereza, nunca encontramos ni el momento ni la oportunidad para hacerlo. Así que este año los mayores hemos juntado un buen puñado de euros, un puñado más que generoso, y se lo hemos dado a una institución que sabe qué hacer con él y sacarle provecho, o a un albergue, un comedor social, o a una familia realmente necesitada. A nosotros no tiene por qué importarnos no recibir un absurdo regalo en Navidad. Si necesitas algo, te lo compras tú, como has hecho el resto del año.
Espero que esta nueva tradición se alargue y que, sobre todo, los niños de mi familia la retomen pronto y para siempre. Igual que los Magos de Oriente lo hicieron con quienes menos tenían y entre ellos no se regalaron nada, ésa debe ser nuestra misión.
Feliz 2011.
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