Fotografía: Atardecer en Serengeti

Fotografía: Atardecer en el Parque Nacional del Serengeti, Tanzania; © Fco. Javier Oliva, 2014



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miércoles, 12 de enero de 2011

Violencia de género entre miembros y miembras

Alejados de la lógica y de la mesura, hay personas (de ambos sexos) que se empeñan en forzar la elasticidad del lenguaje hasta extremos que rebasan con mucho, no sólo ya la costumbre, sino también el sentido común. Empeñarse en tener que especificar un sexo cuando se habla por extensión de toda una colectividad que ya de por sí abarca los dos, es del género tonto, y lo digo así porque a nadie aún se le ha ocurrido decir que es del “género tonto y tonta”. No, claro, aquí no hace falta distinguir.
Desde que aquella ínclita ministra hizo la famosa distinción entre miembros y miembras, la polémica, que ya andaba algo suelta, ahora se ha desmadrado. Ya nos resulta incluso normal leer textos de cualquier tipo colmados de barras inclinadas (e inútiles) para separar a las personas como si nos dirigiéramos a un aseo público. O lo que es peor: la utilización de la "@" para conseguir el mismo efecto con un signo, que no una letra. Ahora vemos en cualquier lado términos como alumnos/as (o alumn@s), escritores/as, opositores/as, aclaraciones que no aportan nada. Esto me parece el colmo del extremismo y el súmmum de la gilipollez. Así que se me pinta expresar mi opinión sobre este hecho ridículo. Y es que si bien en algunas ocasiones es posible o conveniente poder especificar los sexos (doctor y doctora, ingeniero e ingeniera, incluso juez y jueza –aunque suene rematadamente mal-), hay en otros casos que es inútil, forzado e idiota.
Tanto vamos a estirar la cuerda que al final se va a romper. Para ilustrarlo, y como buen macho de pro que soy (que no machista), le daré la vuelta a la tortilla. No voy a feminizar aquellos términos que para generalizar se utilizan en masculino aunque su sentido abarque a hombres y mujeres (por ejemplo, los alumnos de tal escuela o universidad, entendiendo por “alumnos” a chicos y chicas), sino que voy a hacerlo al contrario, es decir, utilizaré términos en femenino que, por extensión, cubren ambos sexos. Ya verá el lector qué inmenso ridículo voy a hacer al pasar a masculino todo esto que les voy a contar.
Y es que ayer, mientras veía un rato un resumen de deportes en televisión, empecé a sentir cierto malestar, un mareo que no me dejaba en paz. En la pantalla se alternaban imágenes de unas aguas embravecidas donde piragüistas y piragüistos descendían con destreza  el curso de un río, con otras de Valentino Rossi, el gran motoristo campeón del mundo, explicando a un periodisto su nueva máquina. O también salía Paquillo Fernández, atleto de maratón, explicando la manera de ponerse en forma. Apoyaba estas palabras Sergio Sauca, el comentaristo de televisión que narraba el evento. Fue gracias a él como me enteré de que Sergio García, golfisto número dos en el ranking mundial , había dicho que si hubiera tenido que ser otro tipo de deportisto, hubiera elegido ser futbolisto.
Definitivamente no era mi noche. Cada vez me encontraba peor. Marqué el 112 porque yo creí que se me iba la vida. Me atendió Antonio, un telefonisto muy amable que me envió de inmediato una ambulancia. En cosa de tres minutos llegué al hospital. Mi ingreso fue casi inmediato. Miguel, el recepcionisto, me dijo que aún no sabía lo que me pasaba pero que tenía mala cara y que me tenía que quedar por allí.  Y entonces comenzó el desfile de facultativas y facultativos por delante de mí: me vio un traumatólogo y una trumatóloga; luego un urólogo y una uróloga; después  vinieron una psiquiatra y un psiquiatro, una pediatra y un pediatro, una anestesista y un anestesisto, un fisioterapeuto, un analisto, un logopedo, un nutricionisto, ¡un dentisto y un higienisto!, ¡¡¡y hasta un matrono!!!
Al final nadie supo qué me estaba ocurriendo y me dieron una aspirina. ¡Se estaban riendo de mí!, así que decidí denunciarles. Salí del hospital y acudí a una comisaría donde Armando, un policío muy amable (que luego resultó ser un simple recluto), me indicó la forma de presentar la denuncia.  Mientras lo hacía aparecieron por allí una pareja de funcionarios con gabardina y gafas de sol. La mujer era del servicio secreto y el hombre era un espío de la embajada de Andorra. Me enteré porque me lo dijo Armando el recluto, que en ese momento estaba en lo alto de una garita como si se tratara del vigío de un barco. Mientras me sellaban la denuncia me contó que no le importaba estar allí subido porque la cosa de la vigilancia le venía de familia, que su abuelo había sido guardio urbano y su padre socorristo en una piscina pública.
Era un tipo agradable y entablamos conversación. Él ya me había hablado de su vida, así que yo comencé con la mía. Le conté que provenía de una familia de artistas y artistos, que mi madre era bailarina y mi padre trapecisto, mi abuelo equilibristo y mi abuela cantanta, y que una prima de mi cuñada era bruja y su hijo pitoniso. Entonces apareció Enrique, un tipo simpático y pizpireto al que le habían robado la cartera y, una vez encontrado por un agente y una agenta, salía de la comisaría de recogerla. Nos vio tan animados que se unió a nuestra conversación asegurándonos que para familia la suya, que en la casa en la que vivía aún se paseaban los fantasmas y fantasmos de sus antepasados y antepasadas, que buscando por la Red (él era un internauto consumado) había encontrado a Blas, un eremito solitario que creía en el profeto Isaías y que le aseguraba poder limpiar de espectros y espectras su casa. Pero no pudo, porque era tal la variedad de profesiones de los hombres de su familia (electricistos, economistos, estilistos), y de las mujeres (pilota de avión, sargenta del ejército, gerenta de una clínica) que no encontró una línea común para atajar el problema de las apariciones y desistió.
Le expliqué entonces que yo conocía a Pedro Sánchez, que era un magnífico documentalisto que ayudaba al guionisto de un programa de televisión de esos de esoterismo. Se lo recomendé por si podía ayudarle. Me lo agradeció de veras y me dijo que le llamaría siempre y cuando don Andrés, párroco de su barrio y curo de vocación, fuera a su casa y echara unas bendiciones, a ver si surtían efecto.
Y así, encontrándome ya mejor, volví a mi casa a seguir viendo la tele, pero con la sensación de haber hecho el idioto, el gilipollos y el troglodito. Y es que no tengo remedio.

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