Permítanme que me pase por el arco del triunfo las enseñanzas de este cuento atribuido a Esopo y le dé la vuelta como si fuera un calcetín. Porque siempre partimos de la base que después de aquel verano en el que cigarra y hormiga hicieron lo que les pareció oportuno, cuando después llegó el frío, la primera terminó desasistida y la otra en la Gloria. ¡Mentira! Porque resultó que apareció la araña que todo lo podía (de lo contrario, te pegaba un picotazo y te envolvía en un saco de seda), trincó la comida de la hormiga, se la dio a la cigarra –porque disfrutaba con ella cuando cantaba ya que le atraía insectos a la tela, en realidad era productiva… sólo para ella- y, además, amenazó a la hormiga que si no continuaba trabajando todo el invierno, la mataría. A la hormiga no le quedó entonces más remedio que dejarse su pequeño lomo trabajando mientras se volvía blanca de cabreo y pensaba en cómo darle la vuelta a la situación, deshacerse de la prepotente araña y poner las cosas en su sitio.
Querido lector, eres una puta hormiga (las hormigas siempre hemos sido molestas pero útiles al fin y al cabo) y le acabas de soltar 20 millones de euros a unos consejeros que, dados los resultados de la citada entidad, no saben hacer la o con un canuto. Pero ahí tienen su dinero, en una cuenta corriente y sin vida suficiente para gastarlo. Hay veces que en mi mente resuenan frases de mediados del siglo XIX llamando “¡a las barricadas!”.
Me muero de cabreo.
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